Mis hijos se duermen solos, ¡todo llega!

Como dice la canción a dúo de Natalia La Quinta Estación y Jaime Melocos...

"Nunca pensé que llegaría, nunca creí en este momento..."
Pero ha llegado. Seis años después de comenzar nuestra andadura como padres, de rendirnos a los pequeños pies de nuestro bebé, de renunciar a prejuicios y falsas creencias cometiendo ese gran pecado que es meter al niño en la cama, seis años de colecho por partida doble... Seis años después, por fin recuperamos el espacio total de nuestra cama. Seis años después, por fin Iván duerme solo.
Bueno, no se duerme solo. Se duerme en su cama y sin nosotros, que para el caso es casi lo mismo. Eso sí, junto a su hermana, Iván es un niño muy sensible que necesita mucho contacto físico. Su hermana es más independiente pero siente total adoración por su hermano, y como son Zape y Zipi, donde duerme el uno, duerme la otra. Y si es pegados, enmarañados, revueltos y enroscados uno encima del otro, mejor.
A lo largo de estos 6 años son muchas las noches que intentamos que Iván durmiera solo. Por todos los medios. Ha sido misión imposible. Lo que nos había funcionado hasta ahora es que que se quedara dormido con nosotros en el sofá y luego trasladarlo. Yo no me complico en esto del sueño, lo que quiero es descansar y que él descanse, no me vale imponer rutinas a la fuerza, a base de llantos y gritos, de miedos.
No nos funcionó en su momento acostarlo en su cama y acompañarlo hasta que se durmiera. Era más fácil que nos quedáramos dormidos su padre o yo antes de que se durmiera él, y en caso de que se durmiera él primero, activaba el radar que lo despertaba a nuestro mínimo movimiento.
Hasta hace unos meses nos rendimos ante la evidencia de que Iván necesitaba dormir acompañado para tener un sueño tranquilo y feliz, él y nosotros. Esto nos ha llevado a colechar hasta entonces en nuestra cama y, a medida que los niños iban creciendo -porque la evidencia también dice que si el hermano mayor duerme en la cama de papá y mamá, la hermana pequeña no va a ser menos, y viceversa- y ocupando más espacio, el descanso por parte de sus sacrificados padres era poco viable. Vamos, que papá acabó durmiendo en el sofá o en la cama de Iván mientras yo dormía entre dos enanos que me clavaban cabezas, codos, culos y rodillas en cada rincón de mi cuerpo.
Antía es harina de otro costal. Con ella he colechado por el simple hecho de que es lo que quería, tenerla cerca, sentirla, antenderla cuando me requería sin necesidad de levantarme de la cama. Pero es una niña que no ha demandado tanto contacto como su hermano, de haber querido yo podría dormir sola desde muy pequeña, y cuando pasó a la cama hace unos meses siguió durmiendo, como si no hubiera cambiado nada.
Siempre he tenido muy presente la necesidad de respetar los ritmos de mis hijos. Tenía claro que cuando estuvieran preparados para dormir solos, lo harían, y no sería de golpe sino progresivamente. El primer paso fue estrenar la habitación de Antía. El segundo, esperar a que se fuera el frío -para ahorrar en calefacción, básicamente- y el tercero, proponerles dormir juntos. Y así lo han hecho todo el verano, eso sí, durmiéndose primero en el sofá y trasladándolos cuando estuvieran en fase de sueño profundo, para evitar que se despierten.
En verano no hay prisas ni rutinas que valgan. No he querido forzar la situación sin justificación. Pero llega septiembre, empieza el curso y toca madrugar para ir al colegio. El cuento cambia.
Y de repente me encuentro con dos niños que cuando les digo "a la cama", se van a la cama. Vale, no es tan idílico, los primeros días tardaron una hora en dejar de hacer el indio y dormirse, pero aquí una se ha hecho íntima amiga de Job y, activando mi modo Zen, decidí tener paciencia y pensar que, tras un verano de juerga y trasnoches, no se iban a ir a las 9 de la noche a la cama el primer día.
Así fue. Poco a poco, día a día, es menos el tiempo que pasan haciendo el indio antes de dormirse. Los acompaño a la cama, besito de buenas noches, me sobornan con sonrisas y porfavores para que les cuente otro cuento, les deseo felices sueños y hasta mañana.


Hace unos días le decía a papá... "nunca creíste que llegaría este momento, ¿verdad?", me preguntó qué momento... "pues este, el de dejar a los niños en la cama sin esperar a que se duerman, que se duerman solos y que sean las 10 de la noche y estemos solos en el salón, viendo la tele, como cuando no éramos padres". Si es que todavía no me lo creo, aunque tampoco lo disfruto mucho, caigo roque en cerocoma, pero al menos no cabeceo suplicando que se duerman ya.
Estamos en ese punto de establecer la rutina, dicen que se tardan 21 días en que el cuerpo interiorice las nuevas costumbres, cada vez vamos mejorando tiempos y va siendo todo más fácil.
Es verdad. Todo llega, tarde o temprano. Seis años pueden parecer una eternidad, pero en realidad se me han pasado volando. Y sí, lo confieso, sigo echando ser testigo de los sueños de mis hijos, sentir su calor, ser sus caras lo primero que veo al despertarme, besarlos cuando sus rostros desprenden esa inmensa paz y ternura mientras duermen. Pero agradezco cada centímetro de mi cama que vuelvo a disfrutar, poder estirarme a placer en lugar de dormir con medio cuerpo fuera de la cama. A lo que no acabo de re-acostumbrarme es a los ronquidos de papá, que tras tanto tiempo castigado en el sofá, ha vuelto a la cama.
Eso sí, el que está feliz cual perdiz de haber recuperado su lugar favorito para dormir es Munki. Y es que el colecho en mi casa comenzó mucho antes de que llegaran nuestros hijos.
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