Robert Kincaid (Clint Eastwood), Los Puentes de Madison
Muchas veces me gusta pensar que hay personas que nacen para encontrarse. Personas que inician la vida en dos caminos paralelos que poco a poco, lentamente, se van juntando hasta cruzarse en un determinado momento. Siempre el justo, porque las personas que nacen para encontrarse siempre se cruzan en el momento justo, en ese instante en el que ya han vivido lo suficiente para saber sin ningún miedo a equivocarse que ambos llevaban toda una vida buscándose. Me gusta pensar que es así, que hay personas que cada paso que dan en su vida tiene un sentido, una motivación que los acerca paso a paso a otra persona que, a su vez, ha ido caminando desde que nació hacia ella. Da igual la distancia que los separe. Al final se encuentran. Y siempre en el momento justo. No importan el cómo ni el por qué. Realmente, si nos ponemos a pensarlo, esos detalles son lo de menos. Lo importante es que desde que nacieron han caminado uno hacia el otro para encontrarse. Que en algún lugar que escapa a nuestro control eso estaba ya escrito. Desde el principio de sus vidas. Los árabes tienen una palabra preciosa para definir a ese cruce de caminos, a ese cúmulo de circunstancias que nos llevan a un encuentro que parece una bella conspiración del destino. Un encuentro que es inevitable por una sencilla razón: Estaba escrito. Maktub.
Llamadme iluso, pero creo en el destino, en ese cruce de vidas que parece accidental pero no lo es. Mi experiencia me ha llevado a creer en él. Sólo la palabra Maktub puede explicar que Diana (la mamá jefa) y yo estemos juntos. Yo he hecho el 90% de mi vida en Valencia, he caminado mucho aunque sin saber hacia dónde me dirigía. Es más, muchas veces he llegado a pensar que caminaba hacia ningún lugar. El tiempo me ha enseñado que todo tenía un sentido, una explicación, aunque yo entonces fuese incapaz de encontrarlo. Diana, por su parte, ha pasado toda su vida en Madrid, ha vivido mil y una experiencias y, llegado determinado momento, creyó perder el rumbo. Se extravió en su camino, pero siguió andando. Recto. En paralelo a otras muchas vidas extraviadas como la suya y la mía. No sabía adónde le llevaban sus pasos, pero perseveró en ellos, con la fuerza y la voluntad de quienes saben que lo que llevan toda una vida buscando puede aparecer en cualquier momento, en el siguiente cruce de caminos.
Estaba escrito que nuestras vidas se tenían que cruzar, que tarde o temprano tenían que hacerlo. No importa el cómo, ni el dónde, ni el porqué. Lo realmente importante es que un día de verano se cruzaron. Llevábamos un cuarto de la vida caminando para encontrarnos, buscándonos sin saber que nos buscábamos, haciendo kilómetros y kilómetros para reducir a la nada la distancia física que separaba nuestras vidas, arrugando el mapa de España para lograr que Madrid y Valencia fuesen dos barrios vecinos y nuestros caminos, al fin, pudiesen encontrarse. Después de aquello me he lamentado muchas veces por no haber caminado más rápido, por no haberla encontrado antes, por haber desperdiciado un tiempo valiosísimo que podría haber disfrutado a su lado. Luego, pensándolo fríamente, he llegado a la conclusión de que si nuestros caminos se cruzaron en aquel preciso instante y no antes fue por algo. Estaba escrito que tenía que ser así. Maktub.
Recuerdo a la perfección el día en que nos encontramos. Ella era el lugar al que iba… y ni siquiera la conocía. ¿Sabéis esa sensación que se siente al conocer a la persona de tu vida, esa sensación de llegar a casa, al destino que llevabas años buscando? ¿Habéis experimentado alguna vez esa seguridad que te lleva a conocer a una persona y a decir “es ella”? Si el bueno de Clint Eastwood tuviera que poner voz a esa sensación, diría algo así como que una certeza como esa sólo se tiene una vez en la vida. Y no se equivocaría. Poco después de encontrarla tenía la sensación de haber compartido con Diana toda la vida, como si nuestros caminos paralelos hubiesen ido más pegados de lo que jamás hubiésemos podido imaginar. Era tal mi certeza que al poco de cruzarnos en el camino le dije una frase que un día escuché en uno de los diálogos de una de mis películas favoritas, El mismo amor, la misma lluvia: “Si vos no me fallás, yo no te voy a fallar nunca”. Y con eso ya estaba todo dicho. No había nada más que añadir.
Recuerdo también que durante unos meses logramos parar el tiempo para recuperar todo lo que éste nos debía. Luego tuvimos que rendirnos y aceptar su cadencia normal, porque detener el tiempo supone un esfuerzo increíble. Supongo que lo sabréis. Fueron cayendo hojas del calendario y un día Mara llegó a nuestras vidas. La mujer a la que me había pasado la vida buscando, esa mujer única, cariñosa, buena, generosa, fuerte e inspiradora, se convirtió de repente en una madre maravillosa, dulce y paciente. Parecía que hubiese nacido para ser madre. Para encontrarse conmigo y para ser madre. Al fin y al cabo, tras nuestro encuentro, la llegada al mundo de Mara también estaba escrita. Maktub.