Marta no sabía cómo consolarla.
“No entiendo qué ha pasado…
Siempre había sacado tan buenas notas en primaria…
¡Era un niño muy inteligente!
¿Cómo puede ser que haya acabado en tal mala compañía y actuando como un delincuente?”
Como docente de secundaria, Marta había visto muchos casos como este.
Y yo, como máster trainer en comunicación con niños y adolescentes, también.
Niño/as muy inteligentes…
Niño/as que brillan en primaria y sacan muy buenas notas en el colegio…
Pero que, al adentrarse en la adolescencia pierden interés por los estudios, se dejan llevar por amigo/as y acaban teniendo problemas de conducta, metidos en drogas, en situaciones conflictivas, etc.
“¿Por qué? ¡No lo entiendo!”, insistía la madre desconsolada frente a Marta.
Marta sabía por qué.
En la mayoría de los casos, este tipo de comportamiento en niños y niñas eran el producto de una inadecuada educación emocional en la infancia.
Sí, era un niño inteligente…
Sí, era un niño que sacaba buenas notas en la escuela…
Pero, sin autoestima, ese niño/a no tiene las herramientas adecuadas para tomar decisiones de forma autónoma.
Si la inteligencia emocional de ese niño/a no está lo suficientemente desarrollada, le resulta muy difícil afrontar los retos que la vida le va lanzando.
Le resulta muy difícil reconocer y controlar sus emociones y su empatía hacia los demás…
Y abordar y solucionar cualquier tipo de problema en la niñez, en la adolescencia y en su vida adulta.
Marta, viendo la tristeza inconsolable en la madre que tenía delante, le cogió la mano y le dijo:
“Tenemos que trabajar juntas. Y la clave de nuestro trabajo se llama inteligencia emocional.”
¿Qué es la inteligencia emocional?
Hasta hace muy poco, nuestro sistema educativo equiparaba el éxito escolar con obtener buenas notas y aprender a comportarse dentro de unas normas establecidas.
Las competencias emocionales del alumno/a no entraban en juego.
¿Qué ocurre con este sistema?
Que crea seres capaces de memorizar información y datos…
Pero, seres faltos de las herramientas sociales para relacionarse adecuadamente…
Para tomar decisiones de forma autónoma…
Para solucionar problemas personales y relacionales con personas próximas…
Hasta que, en 1995 alguien pone en cuestión este planteamiento educativo.
Daniel Goleman, psicólogo, periodista estadounidense, y creador del libro: Emotional Intelligence (Inteligencia Emocional) introduce el concepto de Inteligencia emocional.
Y lo define como la ”capacidad para reconocer sentimientos propios y ajenos, y la habilidad para manejarlos”.
Goleman estima que la inteligencia emocional se puede organizar en cinco capacidades:
La autoconciencia, o la habilidad para reconocer y entender nuestras emociones, estado de ánimo e impulso, así como el efecto que estos tienen en los demás.
El autocontrol emocional o autorregulación, capacidad que nos permite no negar nuestros sentimientos, reconocer que son pasajeros y no dejarnos llevar por ellos hasta convertirlos en una crisis emocional que perdura.
La automotivación, que nos permite dirigir las emociones hacia un objetivo, manteniéndonos motivado/as y con la mira fija en las metas en lugar de en los obstáculos.
La empatía, o la capacidad de ponernos en la piel de la otra persona y percibir sus emociones.
Las habilidades sociales y comunicativas, o ser capaz de interactuar adecuadamente con las personas en nuestro entorno, expresando sentimientos, actitudes, deseos, opiniones o derechos de una forma adecuada a la situación, respetando esas conductas en los demás.
Ese cambio, es el que postulaba Daniel Goleman.
Pero, ese cambio ya se había sugerido.
De hecho, Adele Faber y Elaine Mazlish, los pilares de gran parte de mi trabajo, ya promovían el reconocimiento de las emociones en su libro Cómo hablar para que tus hijos te escuchen y escuchar para que tus hijos te hablen.
Ellas también destacaban la importancia de la fluidez de la comunicación en nuestras relaciones con los más pequeños…
La gestión de las expectativas y las decepciones…
El establecimiento de límites relacionales y comunicativos…
Faber y Mazlish también nos hablaban de cómo obtener cooperación…
Cómo fomentar la autonomía…
Cómo permitir que cometan errores…
Y cómo enseñarles a gestionar sus fracasos…
Ellas ya hablaban de las consecuencias de la dependencia de niños/as que carecen competencias emocionales.
Y son ellas las que recalcaban que, “cuando la gente se encuentra en una posición de dependencia, junto con una pequeña dosis de gratitud, por lo común, también experimenta sentimientos de impotencia, de falta de mérito, de resentimiento, de frustración y de cólera”.
Posiblemente, las emociones básicas que llevaron al hijo de Mar a adoptar el comportamiento que tanto sorprendía y entristecía a su madre.
Y, por eso, aunque el concepto de Inteligencia Emocional suele acreditarse a Daniel Goleman, a mí me gusta recordar la importante labor de estas dos autoras norteamericanas.
La educación emocional que ellas proponen sienta la base para que padres y docentes ayudemos a los niño/as en nuestras vidas a escuchar…
A manifestar y gestionar emociones propias y ajenas…
A tomar decisiones acertadas…
A ser empáticos…
Asertivos…
Autosuficientes…
A saber relacionarse…
Y a tener éxito en la vida, tanto en su vida profesional, como en su vida personal y social.
¿Cómo trabajar la inteligencia emocional en los niños?
Haciendo, precisamente, lo que sugería Mar, al principio de este artículo.
Trabajar junto/as.
Trabajar de manera trasversal.
En la escuela y en casa.
Para el/la profesor/a, incorporando aspectos emocionales en cualquier materia mientras está explicando otros conceptos.
En forma de charlas…
Debates…
Juegos grupales…
Actividades específicas, etc.
De manera que se genere el contexto adecuado para que los niños comprendan y comuniquen sus propios sentimientos y emociones.
Para los padres, es importante ayudar al niño/a a tener un conocimiento pleno sobre sí mismo.
A conocer tanto sus virtudes como sus debilidades para que adquiera confianza en sí mismo y tenga una mayor capacidad autocrítica.
Tanto en la escuela como en casa, la meta del adulto/a tendría que ser ayudar al niño/a a reconocer su emoción.
A ponerle nombre.
A entenderla.
Y, a empatizar.
Se pueden realizar muchos ejercicios con ello/as para introducirlos en el conocimiento de las emociones básicas: alegría, tristeza, miedo y rabia.
Utiliza fotografías o dibujos de rostros, y pregúntales qué creen que sucede en la imagen…
¿Qué emociones identifican?
¿Por qué?
Este tipo de ejercicios, y muchos otros disponibles actualmente en todo tipo de formatos, te ayudarán a fomentar la inteligencia emocional en tus hijo/as y/o alumno/as.
Con esta poderosa herramienta emocional, el niño/a podrá:
Tomar mejores decisiones en el futuro sin guiarse solo por sus emociones.
Desarrollar la tolerancia a las frustraciones diarias.
Desarrollar la resiliencia.
Tener una actitud positiva ante la vida.
Prevenir conflictos interpersonales.
Mejorar su calidad de vida, dentro y fuera de la escuela.
Y detectar y evitar conductas de riesgo como el consumo de drogas y la delincuencia.
No olvides que, muchos psicólogos, pedagogos, maestros y profesores consideran que gran parte de los problemas que presentan los adolescentes están vinculados a la gestión de los sentimientos y la emociones, es decir, de la educación emocional.
De hecho, se ha demostrado que, trabajando la Inteligencia Emocional en las escuelas, aumenta el bienestar de los alumnos y se reducen los conflictos escolares.
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