Ha sido una experiencia de INCLUSIÓN con mayúsculas, un reflejo de lo que debe ser la educación de nuestros hijos, un ejemplo de lo que han de vivir las familias de hijos con capacidades diferentes, con algún problema de desarrollo, con alguna discapacidad.
Un ejemplo que va desde los niños, que cuidan, ayudan, integran, aceptan y no cuestionan, a los padres que se adaptan y educan en la solidaridad y el cariño, y hasta los profesionales que saben lo que hay que hacer y lo que no.
El día empezó como todos los viernes, yendo al cole desde casa, sin terapias ni nada, felices y contentos, pero con una diferencia, nosotros llevábamos carrito… nos íbamos de excursión andando y Pablo no iba a hacer todo el camino andando al ritmo de sus compañeros. Podríamos haber ido en coche, sí, pero entonces nos habríamos perdido el camino con los compis y con los padres de los compis que les acompañaban.
Voy a ser sincera, yo tenía miedo, miedo a los padres que miran de reojo preguntándose ¿pero y ese niño por qué va en carrito? Ese miedo de madre que, por mucho que racionalmente no debas tener, no se va…
Pero llegamos al destino contentos y sin problema. Supongo que, al fin y al cabo, uno fue hablando con el otro, con las profes y, al saber que le hacía falta, nadie le dio importancia. Supongo que es lo bueno de no esconder la enfermedad.
Siguió el día con actividades en el parque, visita a la biblioteca, dar de comer a los peces, recoger hojas, jugar en el parque…
Y Pablo ¿qué hizo? participar en todo como todos, sin ninguna diferencia, nadie desde fuera podía ser consciente de que existiera alguna diferencia. ¿Lo hizo igual que sus compis? No, claro, pero es que ninguno lo hizo de la misma forma.
Él no corria, él no saltaba, él no se sentaba en el suelo solo, ni se levantaba de suelo, ni subia la cuesta, pero siempre había alguien que le daba la mano para subir, para coger una hoja, para levantarse…
¿Subió a todos los columpios? No, claro. Pero, por supuesto, subió a los que podía, igual que sus compis, que le llamaban, le esperaban, le abrazaban. Por los niños, que son mucho más listos que nosotros, saben que su amigo Pablo no llega a hacer lo mismo, pero saben que lo hace a su modo. Nada que ver con nuestra preocupación de si lo hace bien o mal… tan solo la hace,
¿Saltó en los juegos de sacos? No ¿Se agachó jugando al corro? No pero jugó y giró, agachando la cabeza, que eso sí lo puede hacer. ¿Llegó el primero? No, el último, pero con todos y digo TODOS animándole para que llegara.
¿Y sabéis qué? Que todo eso hace que él sea feliz y que mientras yo veo que no puede correr, él no se de cuenta de que corre bien o mal.
Y sabéis otra cosa, me encantó ver a sus profes que, a veces, no se dan cuenta de que Pablo es un niño con Duchenne, sino que es un niño de su clase. Y que le observan cuando hace un avance y se alegran, conscientes de que hay que darle la oprtunidad de dejarle hacer para que consiga hacerlo.
Y me gustó hablar con los padres y contarles y hablar y charlar como si hablaramos del tiempo que hace y de que no llega el otoño.
He llegado a casa llorando de emoción, porque puede que no hayan sido ni sean todos, pero si que son y serán la mayoría, pero he sentido que a Pablo le quieren y sobre todo, que él es feliz.
Mañana no sé que pasará, pero hoy sé que una pequeña clase, de un pequeño colegio, de un pequeño lugar del mundo, ha puesto un grano de arena grande como una montaña a favor de la inclusión.