Me desperté sobresaltada y miré el reloj. ¡Oh, no! La alarma no sonó y el reloj marcaba las 6:30 de la mañana. Salté de la cama, tomé mi desayuno (porque antes de ello no soy persona), me vestí, cogí la bici de mi marido (que es más rápida que la mía) y salí de la casa como quién está pariendo.
Todavía estaba oscuro, pero el camino era largo y mis músculos estaban entumecidos. Había dos opciones: seguir el camino por un carril bici y por lo tanto mucho más seguro; o ir por el camino rural, mucho más corto, aunque sin arcén. Elegí la segunda opción! Encendí las luces de la bicicleta para evitar problemas y me fui.
Pedaleé lo más rápido que pude! Había pocos coches por el camino, ciclistas ninguno a parte de mí. Empecé a darme cuenta de la silueta rosa del horizonte, lo que indicaba que el sol pronto nacería. ¡Pedaleé aún más rápido! Yo no quería perderme el espectáculo de la salida del sol. Quince años se pasaron desde la última vez que lo había contemplado, y fue en el Atlántico (una experiencia inusual, os lo contaré en otra oportunidad). Sería la primera vez que vería el nacer del sol en el Mediterráneo, y no iba a dejar que pasara esta oportunidad. A pesar de pedalear tan rápido como mi cuerpo cansado lo permitía, el camino se hizo más largo de lo que imaginaba. Estaba cansada, sin aliento y desesperada por llegar.
¡Y llegué! Bajé de la bicicleta de un salto para coger la cámara fotográfica y registrar los primeros rayos del sol… ¡Nooooooo! La batería estaba a punto de agotarse! Por lo tanto, ¡iPad, estamos solos tú y yo! Mi compañero fiel, aunque limitado era lo único que me restaba para retratar aquella experiencia singular. (como sabéis, por regla, intento utilizar imágenes propias). Bueno, júzgalo por ti mismo. Caminé hasta el rompeolas, observando el sol que empezaba a emerger tímidamente. La luz ámbar se hacía más fuerte, asomándose entre algunas nubes que estaban pegadas al horizonte. Sentí que la luz me saludaba.
Como un novio fascinado por la belleza de la novia, que camina hacia él, me senté sobres las rocas y esperé, hasta que la cálida luz ámbar viniera a mi encuentro. Ella caminó suavemente sobre el mar, creciendo y esparciéndose gradualmente a lo largo del Mediterráneo. No había prisa! Las olas bailaban doradas delante de mí, produciendo una suave melodía. Finalmente sentí la luz ámbar de tocándome la piel y produciendo la unión del hombre con la luz. Fue un espectáculo increíble! Sentí un impulso irrefrenable de dar gracias a Dios, y lo hice. Mi oración fue allí en las rocas y mirando el mar iluminado por los primeros rayos de sol. ¡Gracias Dios!
Ahora estoy aquí con una piedra como asiento y el mar como ventana, intentando transformar en palabras lo que hoy viví. Sin embargo, ninguna palabra del diccionario puede contener los sentimientos que experimenté hoy. Me gustaría que sepas que ver la salida del sol con tus propios ojos es aún más espectacular. No puedo describirlo de manera que lo puedes comprender su belleza, es algo que hay que vivirlo. Ni siquiera las fotografías pueden contener tanta belleza. Esa experiencia me hizo ver otra realidad. El amor de Dios, en la persona de Jesús. Te puedo decir cuánto es maravilloso disfrutar de su amor, puedo tratar de convencerte de su existencia, sin embargo, mis palabras y mi vida nunca contendrán la plenitud de lo que Él es. Por eso siempre digo, el cristianismo no es una religión, porque el amor no puede ser descrito por las reglas. Es algo para ser vivenciado, o más bien una CONvivencia. ¡Una relación! Ver con sus propios ojos y sentir con el corazón. Llámame loca si quieres, pero no dejes pasar la vida sin ver este amanecer.
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