Hay magia en los temidos dos años. Para quien la quiere ver, claro, porque la magia necesita para convertirse en tal de los ojos del espectador, de la mirada ilusionada, confiada y creyente del que la observa. Y yo he visto magia en estos últimos meses de desarrollo de mi pequeña saltamontes. A raudales. Trucos propios de Edward Norton en ‘El Ilusionista’ y hechizos a la altura del mejor de los prestidigitadores (premio para el que lea la palabra a la primera y sin trabarse, que eso también es magia). La magia de la vida en estado puro, el truco millones de veces repetido de la evolución (y que a pesar de ello -o precisamente por ello- nos sigue fascinando tanto), el encantamiento que consigue hacer que nos olvidemos de lo menos bueno para centrarnos y retener en nuestra memoria y en nuestras retinas los hitos del desarrollo con los que cada día nos fascinan nuestros hijos.
Y la magia de los dos años reside precisamente en eso: en que los trucos del desarrollo y la evolución que se producen en estos meses son tantos y tan buenos (y sus hechizos tan duraderos) que al iniciar un nuevo día uno recuerda la nueva palabra que dijo su hija, la frase tan bien construida con que le sorprendió, el gesto de cariño que tuvo con él, la sonrisa que le dedicó al despertarse de la siesta, la mirada cargada de ilusión que le ofreció en unos títeres callejeros, el choca esos cinco tras hacer pipí y caca en el váter (“¡papá-mamá, mira, yo solita!) o la voltereta que ha perfeccionado en las últimas semanas; pero ha olvidado la rabieta de una hora (la mitad de ella en un autobús atestado de gente), la casa nuevamente desmontada o la mañana de locos intentando salir de casa con el tiempo suficiente para llegar puntuales a la escuela infantil y al trabajo.
Y hoy volverá a pasar lo mismo. Y mañana. Y pasado. Igual que lleva sucediendo desde que el mundo es mundo. Y nos frustraremos, y refunfuñaremos, y gruñiremos, y maldeciremos por lo bajini y fantasearemos con tirarnos por la ventana desde un tercer piso sin ascensor antes de volvernos locos mientras en la caída suplicamos por no morir. No todavía. Porque sabemos que nuestra hija aún tiene guardados en la chistera muchos conejos con los que sorprendernos y muchos y poderosos hechizos que harán que al despertar un nuevo día hayamos olvidado nuestras frustraciones y a la mente sólo nos vengan sus palabras, sus miradas y sus sonrisas.
Y al final uno ya no sabe si realmente ha olvidado esas cosas malas o es que ha empezado a integrarlas porque ha comprendido que también son parte de nuestros hijos, de su carácter en desarrollo y de nuestra responsabilidad como padres. Y que como escribía Francesco Piccolo, “cada uno de nosotros está formado por un equilibrio finísimo de todas las cosas, buenas y malas; y he aprendido que -como los palillos del Mikado- si extrajera lo que menos me gusta de una persona a la que amo, también saldría lo que más me gusta”. Y eso es así. Y no, aunque lo parezca, no es un truco de magia.