El día en que Guillermo cambió su forma de ser, cuento de Rafael Peralta Romero



La gente quedó maravillada. En el vecindario fue la sorpresa mayor. En la escuela ni se diga. Llegó a hablarse de milagro o de que la Virgen escuchó el pedido de la madre. La abuela tomó el asunto como mal augurio, porque podría significar que el muchacho se iba a morir muy pronto. Todo el que lo conocía tuvo que ver con el caso, el día en que Guillermo cambió su forma de ser.

Ah, Guillermo... Las cosas que se le ocurrían a Guillermo. Nadie disfrutaba como él provocarle una maldad a un hermano, un amigo o un compañero de estudios. Si era en el juego, esconder una pelota para que nadie jugara resultaba cuestión simple para él. Si estaba en el aula, cambiar de lugar los libros y cuadernos de otros alumnos era una de sus diversiones.

Además, gozaba Guillermo cuando a uno de sus compañeros le preguntaban algo que no sabía responder. Era momento en que vociferaba “¡burro!”, para exponer a las risotadas de los demás a la persona en cuestión.

Siempre anduvo en busca del elemento chispeante o llamativo para sobresalir.

Podía ser colocándoles colas de papel a otro muchacho o pegándole en la espalda un rótulo que dijera por ejemplo “soy loco” o “se vende este burro”. También podía ser haciendo ver su conocimiento de alguna materia cuando alguien atravesaba un apuro, precisamente por desconocer eso.

A Pedrito, un vecino suyo de butaca, le pasó quizás lo peor que pudiera pasarle a un alumno debido a la conducta de Guillermo. Estaban en un examen de matemática y habían acordado previamente algo que nunca deben hacer los buenos estudiantes, que era decirse entre sí lo que cada uno no supiera. Pedrito dijo a Guillermo dos temas del examen hasta que éste los copió cuidadosamente en su temario.

Luego cuando Pedrito solicitó a Guillermo que le dijera algo de tipos de triángulos y esas cosas, Guillermo se paró y pidió a la profesora que lo cambiara de lugar.

“¿Qué te pasa?”, preguntó la profesora y Guillermo respondió señalando a Pedrito: “Es que este muchacho me está molestando”.

La profesora inquirió algo más sobre el particular y Guillermo dijo que Pedrito le estaba preguntando asuntos del examen. La profesora procedió a quitarle el papel a Pedrito sin este haber terminado, además de echarle públicamente una reprimenda ante la cual Pedrito sintió que la cara se le caía de vergüenza.

Pero Guillermo iba más allá. Su mente se mantenía activa procurando formas de molestar a alguien. Un blanco seguro de sus ataques era Loyda, una niña que se sentaba delante de Guillermo. El hecho de ser muy blanca fue causa de mortificación debido a que Guillermo nunca le dijo su nombre, sino canquiña, pedazo de palmito, blancuta o cualquier denominación relacionada con la blancura.

El día que en una clase de naturales la profesora explicó las propiedades del agua, Guillermo vivió un gozo inmenso y repitió “Inodora, insípida e incolora como Loyda”.

El hecho de ser de piel muy clara sirvió a Loyda para sufrir el escarnio de Guillermo. Pero para Benjamín fue lo contrario. Sintió herida su interioridad cuando por causa de su negrura Guillermo le llamaba carboncito y con otros nombres despectivos. Además, solía decirles a ambos muchachos: “Júntense para que hagan un café con leche”. Y reía a chorros.

Preguntar el significado de una palabra recién localizada en el diccionario fue una diversión que Guillermo practicó al pasar el tiempo. Igualmente hacía quedar mal a sus compañeros preguntando la capital de un lejano país de África. Inclusive, su profesora titubeó para responder una vez que al intrépido muchacho se le ocurrió interrogar acerca de la capital de Gran Bretaña. Todos quedaron pensativos.

—Dígale, profe, a este grupo de brutos, para que aprendan como yo— dijo dirigiéndose en tono descortés hacia la maestra.

Ella no respondió y prefirió que lo hiciera Guillermo.

—¡La capital de Gran Bretaña es Londres!, —dijo enfáticamente y todos los niños quedaron boquiabiertos.

Estaban confundidos, pero no decían nada. Sólo una niña delgada y de apariencia frágil se paró para decir que Guillermo estaba equivocado. “Porque aquí nos han enseñado que Londres es la capital de Inglaterra y no de ese país que él dijo”. Guillermo estalló en risa alborotada, a la vez que increpaba a la muchacha con estas palabras:

—¡Pedazo de animal, míralo aquí donde lo dice, tú no sabes que Inglaterra es sólo una parte del Reino Unido...!

Guillermo tenía en sus manos un diccionario y mostró a quienes quisieron verla, la información que había proclamado a voz en cuello. Otros no supieron que decir ni qué hacer, pero a todos penetró un remolino de dolor por la forma en que Guillermo los humillaba.

Quien no había sufrido la escondida de un libro u otro objeto por parte de Guillermo, sintió que un día le faltó la merienda que trajo desde su hogar para comerla en la hora de recreo o se encontró en los cabellos un paquete de cadillos. Todo era obra de Guillermo. Y de verdad que el muchachito se convirtió en un tormento. Las niñas anduvieron espantadas por temor a que Guillermo les amarrase el lazo de la falda al pupitre y a cualquiera pudo ocurrirle que Guillermo le colocara un objeto ajeno en su mochila para aparentar intenciones de robar. Por causa de este comportamiento pasó un gran susto Andrés, ya que el propio Guillermo sugirió a la profe que revisara la mochila de ese niño cuando otro declaró que perdió su libro de Lengua Española. Desde ese día Andrés se convirtió en un solo llanto y se negaba a ir a la escuela.

Las cosas han cambiado. Ya lo dijimos. Guillermo es ahora un alumno formal y correcto.

Antes de la transformación, ocurrió que los alumnos del séptimo A y los del séptimo B fueron llevados a un paseo en el campo. Se establecieron en una antigua casa donde habitaban los abuelos de una de las profesoras. Era una casa de madera grande y ventilada, ubicada cerca de un río y rodeada de frutales. Jugaron, cantaron y comieron en abundancia. Cuando el sol se tornaba rojizo y tenue recogieron sus bártulos para regresar. Las maestras miraron detenidamente y reflejaron en sus rostros lo que buscaban. El microbús estaba encendido y presto para arrancar. Se oyó una voz:

—Falta alguien, profe.

—Yo sé quién, es verdad.

En realidad, faltaba Guillermo. Quien primero lo notó fue Loyda, a la que Guillermo llamaba “inodora, insípida e incolora”. Todos dirigieron sus sentidos a buscar a Guillermo. Caminaron todos los lados del patio y de la casa y muy pronto dieron con él porque gritaba.

Había caído en un hoyo lleno de aguas sucias y hediondas. Todos los niños quedaron extrañados porque cuando llegaron vieron que ese hoyo estaba cubierto de tablas y planchas de zinc. ¿Cómo pudo Guillermo caer en él?

Antes de averiguar lo sacaron y le quitaron sus ropas empapadas de pestilencia. Lo bañaron con jabón y suficiente agua clara hasta dejarlo limpio. Todos lo consolaban para que no siguiera gimiendo. Varios niños se despojaron de piezas de vestir para cubrirlo. El primero en entregar su abrigo fue Benjamín, llamado carboncito por Guillermo.

Cuando Guillermo estuvo limpio y con ropas secas, las maestras y los demás niños siguieron analizando cómo cayó en el hoyo inmundo. Es que el propio Guillermo quitó algunas de las tablas que lo cubrían y puso en su lugar unas hojas de plátano. Preparaba así una broma fenomenal. Luego olvidó lo que había hecho. Pasó corriendo por el lugar y cuando pisó sobre las hojas, éstas abrieron y Guillermo se precipitó al fondo del pozo con aguas fétidas.

Desde entonces Guillermo pasó a ser el niño más comedido y correcto de toda su escuela.

Rafael Peralta Romero

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