Olorosa como una flor, blanca como un cisne y dulce como un rondel, su cuello y su cabeza surgían del lino como gala de primavera en campo invernal. Ondeante el cabello, gentil hermano del oro de las minas profundas, sonriente la boca, cáliz codiciado por las más puras gotas de rocío, más que mujer parecía una celeste aparición.
Galantes, como cumple a reyes, los Magos detuvieron el paso a besar la mano de la hermosa, hermosa mano, de nieve y rosas formada, que colgaba lánguidamente como fruto encantador que se inclina y aparta del árbol que lo sustenta.
—¡Lástima grande que no cuente los años de la aurora! —exclamó Gaspar—. Nuestro fuero no se extiende a la mañana de la vida, por digna que ella sea de los homenajes del cielo.
—Su edad, sin embargo, —insinuó Melchor— no parece apartarse mucho del oriente. El candor del semblante y su inocente sueño lo revelan. Sentemos una excepción como gracia a su gracia, como dulzura a su dulzura. Démosle flores de fragancia suave, tan suave como su aliento, y miel tan dulce como la que su pecho acendra.
—¿Queréis —preguntó el último de los Reyes Magos— regar de estrellas el cielo, vestir de espuma el mar? La cándida no necesita de candores, ni la hermosa de hermosura: toda la esplendidez del firmamento no aumentaría un punto la riqueza de su ser. Sea el voto nuestra ofrenda: consagrémosla a la felicidad y a la dicha.
Convinieron los demás en su parecer y, de rodillas, un momento oraron. Y la oración cayó sobre una de las zapatillas que Helena dejara, inadvertidamente, al pie del lecho y que semeja un pequeño lirio caído al suelo.
En el libro Veinte Cuentos de Autores Dominicanos. Compilación, introducción y notas: MAX HENRÍQUEZ UREÑA
Publicación del Sesquicentenario de la Independencia Nacional. Secretaría de Estado de Educación, Bellas Artes y Cultos. 1995