Por Marcela González
El concepto de enrolamiento para mi es relativamente nuevo. Lo busqué en el diccionario de la lengua española y me sale algo así como:
Inscribir a una persona entre los miembros de la tripulación de un barco.
Inscribir a una persona en una sociedad, empresa u organización; especialmente, alistarla en el ejército.
Lo que me pasó hoy fue sencillamente asombroso, un ejemplo de enrolamiento magnífico en donde conseguí que otras personas se involucraran con mi proyecto de Investigación realizando sus aportes desde su capacidad y condición, con cariño y determinación. Aunque no encontré la definición precisa de enrolamiento aplicable a mi ejercicio de hoy, simplemente sentí que nos subíamos todos a un mismo barco. ¡Qué gran satisfacción!
Yo había postergado una visita de campo de la Universidad a la Localidad de Usme en Bogotá para realizar el retiro de una muestra de suelo que necesitaba desde hacía más de un mes.
Como debía coordinar al transportista, al ayudante de obra, al dueño del lote en donde se haría la extracción del suelo, a la trabajadora social encargada de que nos recibieran en el sitio y al laboratorio en donde recibirían el material, sencillamente lo había dejado pasar por falta de gestión, recursos y demás tareas asociadas.
Finalmente decidí ir hoy al barrio, que por cierto es bastante alejado del centro, en uno de los cordones periféricos de la ciudad. La población es de escasos recursos. Te encuentras con caras sonrientes, conversaciones enriquecedoras, colaboración por doquier y una combinación de espíritu y energía sencillamente envidiable. Casi que te quedas sin habla cuando al mismo tiempo observas las carencias tan impresionantes con las que conviven.
La zona está bastante alejada del ruido del tráfico y de los comercios. Las viviendas son en su gran mayoría de una sola planta en total proceso de construcción. Casi todo está por hacerse. Así como te encuentras con un grupo de chicos fumando marihuana en cualquier esquina, también te encuentras con un grupo de señoras pintando figuras y aprendiendo a escribir su nombre con tal decisión que no te queda más remedio que parar tu ritmo frenético para dejarte congelar por el reloj y compartir una sonrisa.
En esta tertulia de Señoras, una de ellas me explicó cómo sus abuelos construyeron casas de tierra con diferentes técnicas como el adobe, la tapia o el bahareque. Me explicó detalles constructivos, materiales cementantes y estrategias de trabajo. Yo, que necesité una carrera, una maestría y un doctorado para mantener la conversación un poco a juego, me quedé simplemente de plomo. Parecía un libro abierto. Cuánta sabiduría popular en una sola mujer de 65 años. Cuanto conocimiento. Cuanto poder.
Sin el ayudante de obra, sin el transportista y con tan solo una pica y una pala, inicié mi labor de extracción del material. Por solidaridad de género, la Ingeniera Blanquita junto con su trabajadora social, terminaron también con las botas puestas rellenando bolsas de suelo para ser llevadas a la Universidad.
Poco tiempo después apareció Erick, antiguo taxista encargado de subir y bajar a los estudiantes en sus prácticas académicas, montado ya no en su habitual taxi si no en una camioneta de carga, quien muy amablemente se ofreció a llevar las bolsas de material al destino que eligiéramos.
La dueña del solar o lote de donde sacamos el suelo, encantada, dijo que cuando quisiéramos volver a sacar tierra lo hiciéramos, pues a ella le convenía rebajar el nivel del terreno.
Un momento después y con mil cosas en la cabeza dije que necesitaba comprar una base en madera para llevar también al laboratorio de la Universidad, e inmediatamente me llevaron a la carpintería de Don Alberto.
Don Alberto no sólo me vendió la pieza de madera que necesitaba si no que fue absolutamente cordial. Una vez más pasamos frente a los chicos de la marihuana sin que tan solo nos voltearan a mirar. Cada vez que la mujer que hacía de anfitriona, les llamaba la atención, con un poco de vergüenza frente a nosotros, ellos contestaban al unísono….”Si señora, ya nos retiramos”.
El transportista tomó la pieza de madera y la acomodó en la camioneta. Risueño me decía, Arquitecta, la compró de la medida de mi carro. Nos subimos todos y nos aventuramos finalmente a la Universidad, luego de haber comido mazamorra con panela que nos vendieron mientras esperábamos el corte.
Una vez en la U, salió Tito, mi colaborador número uno y se encargó de entrar todo el material y organizarlo.
Cuando le dije a Elenita, la trabajadora social, que estaba absolutamente sorprendida por la colaboración de todos, me dijo:
“Arquitecta, es que si usted no dice lo que necesita, ¿cómo se le ayuda?”
Y es verdad, hay que aprender a pedir, a dejar el orgullo, a dejar de pensar que nos van a decir que no, a dejar de paralizarnos y contar con los demás… Qué enseñanza tan absolutamente mágica…
Hoy sin imaginarlo, hubo 9 personas trabajando para mi Tesis doctoral.
¡Qué capacidad de enrolamiento tan poderosa y qué cantidad de ángeles que me acompañan por todos lados! (Otro día te cuento cuándo y cómo fue la primera vez que vi a los ángeles y cómo, no pude si no llorar totalmente admirada)
Mi tesis doctoral es posible gracias a todos estos ángeles y a que tengo un trabajo que me permite compaginar mi actividad laboral con la académica, manejando mis tiempos, mis recursos, mi programación.
Obviamente sin la ayuda de tanta gente que ha sido parte, nada de esto sería posible.
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