Ese año yo pedí una bicicleta y unos patines Union de cuatro ruedas, con correas de cuero, de esos que se ajustaban a los lados con una llavecita. Mami dijo “O bicicleta o patines, decídete”, y yo me puse rojita. Me largué corriendo al cuarto y tiré la puerta. Mami decía “¡Cálmate, mi hija!”, y yo mordía la almohada para que no oyera mis gritos.
No se dijo más: el Día de Navidad me salieron con una Chopper roja, con frenos de mano, palanquita de cambios, farol delantero y timbre: una belleza. Le quité el timbre y até en su lugar una serpentina de colores que bailaba cuando yo les daba duro a los pedales.
Los muchachos de la cuadra me gritaban “¡Ma-ri-ma-cho!”, y yo les frenaba de golpe, cerquitita de los pies. Todos corrían, menos Roni: Roni se quedaba tranquilito, mirándome a los ojos. Eso me mataba. Tenía dientes de conejo y pelo azabache, revuelto. También tenía piernas largas y ojos amarillos, ¡y era un bólido corriendo! Él tenía 9 y yo 8, y odiaba peinarme.
—A que te gano —dijo.
—A que no —le dije.
—Te doy gabela —dijo.
—Mejor te la doy yo a ti, mujercita —le dije.
Roni soportaba mis ojos con firmeza; yo también sostenía los suyos. Nos quedamos quietecitos, mirándonos fijamente. ¡Me mataban sus ojos amarillos y su pelo azabache, revuelto! Pero me aguantaba.
Entonces, con una piedra trazamos una raya de un extremo a otro de la acera y nos pusimos detrás, quemándonos los ojos.
—A la cuenta de tres —Roni.
—A la cuenta de tres —Yo.
—La vuelta a la cuadra —Roni.
—La vuelta a la cuadra —Yo.
Entonces, dejamos de mirarnos y atisbamos a lo lejos. La acera se doblaba en la esquina, justo frente a la casa de los Javier, y se perdía en un solar de piedra y arena, hoyos y matorrales, esa parte salvaje del Gazcue de principios de los 70.
Echamos la carrera.
Roni, de dos zancadas, me adelantó dos cuerpos. Era hermoso verlo desde atrás, con su camisa latigada por el viento y su pelo azabache, revuelto, echado hacia atrás. Yo entonces puse la tercera para rodar más ligero y de cuatro pedalazos me le adelanté un par de metros. La acera se abría ante mí, despejada, y los árboles corrían hacia atrás vertiginosamente. Yo iba viento en popa, poseída, como una valquiria salvaje.
A pocos pasos de la meta, lancé un grito triunfal y giré la cabeza para gritarle a Roni “¡Mu-jer-ci-ta! Alcancé a ver su cara bella, sus ojos amarillos quemando los míos desde la distancia, con su pelo azabache revuelto echado hacia atrás, sus labios sonriéndome con sorna y sus piernas aladas, corriendo como en el aire.
Luego, el timón bailó entre mis manos, me deslicé de lado y en un abrir y cerrar de ojos todo se puso negro.
—¡Carmen Rosa! ¡Carmen Rosa! —gritaba Roni.
—¡Carmen Rosa, por favor, despierta!—, me decía mientras me daba palmaditas en la cara.
Poco a poco, abrí los ojos. Vi su cara, sus ojos amarillos, su pelo azabache revuelto, colgando hasta muy cerca de mi frente.
Fue mi primer beso.
Carmen Rosa Estrada Paulino
dominicana. Poeta y escritora