Aquella princesa estaba terriblemente aburrida. Le aburrían sus vestidos rosas de tul y sus coronas de flores y de terciopelo. No encontraba ya divertido ni disfrazarse, porque todos sus disfraces eran de princesa y ella era una princesa todo, todo el día. También se aburría con sus amigas, porque eran princesas como ella, que solo hacían cosas de princesas. Daría lo que fuera por ser una niña más, como esas que veía por la ventana de su castillo, que jugaban a correr con los chicos de arriba para abajo y de abajo para arriba. No sabía cuáles eran las reglas de ese juego o si ni siquiera las tenía. Pero parecía tan divertido… Desde su ventana, veía a los niños de un lado para otro, tropezando, saltando, chocándose los unos con los otros… A veces se tumbaban en el suelo y se reían sin parar. Ella no sabía de qué se reían, pero… ¡se divertían tanto! Ojalá ella pudiera ser solo una niña, pensaba, harta de ser ella misma.
Así que la princesa se armó de valor y fue al salón del trono. Allí estaban su padre, el Rey, y su madre, la Reina. La princesa Rosalinda, que así se llamaba, siempre conseguía que sus padres le regalaran todo lo que pedía, pero por primera vez fue a verlos con algo de miedo. Aquello que tenía que pedirles no eran zapatos, ni juguetes, ni platos especiales de los cocineros de palacio. Quería una cosa muy diferente.
– Majestad -dijo Rosalinda inclinándose ante su madre. – Majestad -añadió inclinándose después ante su padre.
– Buenas tardes, Rosalinda – dijo su madre dedicándole una tierna sonrisa. -¿Qué tal estás hoy?
– Pues… -comenzó titubeando la princesa Rosalinda. – La verdad es que quería pediros una cosa…
– ¿Sí? -dijo su padre con curiosidad al ver el nerviosismo de su hija.
– Sí…, veréis… Quisiera salir de palacio.
– ¡Jajaja! ¿Eso es lo que quieres? ¡Si sales de palacio todos los días, siempre que quieres!
– Ya, papá, pero es que quiero salir sin ser una princesa…
La princesa mano. Autora: Paloma. Imagen propiedad de www.eltiovivorojo.es
– ¡Eso es imposible! -dijo con una sonrisa su madre, la Reina. -¡Siempre serás una princesa, mi amor!
– Lo sé, mamá, pero es que quiero hacer cosas diferentes, igual que los niños que juegan en el prado. Y si voy con vosotros, o con la gente de palacio, todos se inclinarán y ni siquiera me mirarán, y ni mucho menos querrán jugar conmigo.
– ¡Hummm! -murmuró su padre-. Bueno, creo que no te puede hacer ningún daño salir a jugar con otros niños.
– ¡Muchas gracias, papá! -dijo Rosalinda saltando al regazo de su padre, abrazándolo fuerte, fuerte.
– De nada, pero prométeme una cosa: diviértete mucho, hija.
Rosalinda dio un beso también a su madre, la Reina, y subió corriendo a su habitación. Abrió uno a uno sus armarios y empezó a buscar entre la ropa. Necesitaba algo más sencillo y cómodo, no ropas de princesa. Rosalinda estaba poniéndose nerviosa, porque no había nada que no tuviera volantes, encajes o piedras preciosas. ¡Tenía que haber algo! Por fin, tras revolver vestido tras vestido, encontró uno que podría servirle. Era un vestido que había usado una vez para ir a pasear por el bosque con su profesora de Ciencias Naturales, cuando estaba estudiando las setas y los hongos. Era de color verde, con unos lazos azules y rosas que podían quitarse con facilidad. También tenía un cinturón de color blanco brillante que podía dejar colgado en su armario.
-¡Ya está! -dijo la princesa mientras miraba satisfecha el vestido. -Este vestido es perfecto.
Rosalinda se cambió y bajó las escaleras de palacio tan rápido que parecía que iba volando. Cuando salió al exterior del castillo miró por la puerta del alto muro que separaba su palacio del prado donde los niños jugaban, respiró hondo y, decidida, salió al exterior.
Nada más pasar la puerta, Rosalinda se quedó paralizada. Un grupo de niños y niñas jugaban juntos, corrían, saltaban y se perseguían entre gritos. La princesa no sabía cómo pedirles a esos niños que la dejaran participar en sus juegos. Cada vez que alguien pasaba cerca de ella, Rosalinda levantaba la mano para llamar su atención:
– Oye, perdona…
Pero nadie la escuchaba. Había demasiado ruido para que pudieran oírla y parecía que tampoco podían verla.
De pronto, un niño algo más mayor que ella se quedó parado a unos pasos de Rosalinda. -¿Y tú, de dónde has salido? -le dijo.
– De… ahí… -le contestó la princesa a la vez que señalaba con el dedo el palacio.
– ¿Quién eres? Te pareces a… ¿Eres Rosalinda, la princesa?
– Sí… -contestó la niña temerosa de cómo pudiera reaccionar el niño.
– ¡Anda! Te imaginaba de otra manera… Más, no sé… Más estirada… Será porque nunca te he visto tan cerca -dijo el niño, mientras daba vueltas alrededor de la princesa. -Así pareces… ¡Solo una niña! Oye, ¿quieres jugar con nosotros? -Y sin esperar que la princesa le respondiera gritó: – ¡Rosalinda la lleva!
Y todos los niños empezaron a correr en todas direcciones. Rosalinda, con una sonrisa de oreja a oreja, se quitó los zapatos y sintió el frescor de la hierba bajo sus pies antes de empezar a perseguir a los niños. ¡Era tan divertido! No podía dejar de reír: era la primera vez que se divertía de verdad. ¡Y solo estaba corriendo! Al pasar tras un árbol vio al niño que había hablado con ella y decidió perseguirlo.
– ¡Todavía no sé cómo te llamas! -le gritó la niña.
– ¡Me llamo Arturo! ¡Y nunca me atraparás! ¡Corre, princesa, corre! -dijo el niño riéndose. Los padres de Rosalinda, que habían estado viendo desde lejos todo lo que había pasado, subidos al balcón de palacio, eran incapaces ahora de distinguir a su hija entre todos los demás niños. Satisfechos y muy orgullosos de Rosalinda, se miraron con ternura y se dieron un beso.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
FIN.
(Autora: Susana Gutiérrez)