“El Muñeco de nieve” está incluido dentro del libro ilustrado CUENTOS DE ESCARCHA Y MAZAPÁN de venta en Amazon. Libro lleno de preciosos cuentos navideños indicados tanto para niños como mayores. ¡No os los perdáis!
Durante la noche, una gran tormenta sacudió las montañas y los pequeños pueblos que estaban alrededor, envolviéndolos en una capa blanca e inmaculada, que adormecía y enterraba a los muchos abetos que poblaban las laderas.
Los niños despertaron alegres y automáticamente se dirigieron a la ventana: El níveo paisaje los dejó sin aliento; intuían que esa mañana iban a poder realizar su gran obra de arte: un hombre de nieve, de un tamaño colosal, que sería contemplado desde cualquier punto del valle.
Después de desayunar, amontonaron diversos objetos en un trineo, y salieron al exterior. Comenzaron a subir la ladera de la montaña con gran esfuerzo. Ya casi llegando a la cima, decidieron detenerse para disfrutar de las vistas: su casa parecía un punto minúsculo en la blancura del valle. Sin duda ese era el lugar idóneo para hacer la escultura. Sin más dilación, descargaron el trineo y se pusieron manos a la obra.
Mientras trabajaban en la escultura, iban enumerando los materiales que serían necesarios para montar el Nacimiento: unos palitos para el fuego de los pastores, ramas de abeto para imitar árboles, algunas hojas para teñir con purpurina… Y siguieron comentando y riendo y, sin darse cuenta, finalizaron la helada estatua. Se retiraron unos pasos para observarle, enorme, blanco e imponente, era magnífico. Habían llegado al momento de imbuirle unos toques de personalidad: le cubrieron con un sombrero de copa negro; alrededor del cuello pusieron una gran bufanda de cuadritos azules y rojos; en su boca introdujeron la vieja pipa de su padre; como nariz colocaron una corta rama de árbol y los ojos fueron dos canicas azules. Pero…no querían que se pareciese a os que construían sus amigos, y así se encontraron cavilaron durante largo tiempo hasta que dieron con la idea que le haría especial: llevaría un par de orejas. Dicho y hecho. Colocaron dos grandes botones marrones a los lados de la cabeza a modo de pabellones auditivos y con este añadido, dieron por terminada su gran obra. Lo contemplaron admirados: ¡Era el mejor hombre de nieve que se había erigido en la región!
Jugaron con el trineo e hicieron luchas de piñas y bolas gélidas. Comenzó a hacer frío y decidieron regresar a casa, no antes de echar el último vistazo al níveo muñeco, que con su sonrisa de agujeros y sus ojos de canicas de cristal, los vio alejarse rápidamente hacia el hogar.
Nuestro hombre helado quedó solo, triste y pensativo. Había escuchado todas las conversaciones con sus orejas de botones, y quería ver el Nacimiento que iban a montar los niños en su casa; anhelaba sentir el calor de la chimenea, aunque se derritiera un poquito, y contemplar el espumillón, las luces adornando el árbol y oír canciones a las que llamaban villancicos. Soñando e imaginando dulces y cálidas escenas pasó toda la tarde, y la noche llegó y con ella su decisión.
Intentó moverse, pero no tenía pies. Siguió pensando en la manera de llegar hasta la vivienda de los niños, allá abajo, en el valle. Solo quería echar un vistazo, a través de los cristales, a todas aquellas maravillas que tenía en su pensamiento. Comenzó a hacer mucho frío y el suelo se heló y, casi sin darse cuenta, empezó a deslizarse ladera abajo, derecho hacia su objetivo: la ventana de la casa.
En algún momento del descenso, se dio cuenta de que algo raro ocurría: cuanto más rápido bajaba, su cuerpo iba menguando por el roce del hielo. Cuando, por fin, llegó a la ventana no alcanzaba a mirar por ella. Se sintió tan frustrado que lloró cientos de lágrimas de nieve, que al contacto con el aire se convirtieron en trozos de hielo, que fueron cayendo en el porche de la casa con un ruido de cristales rotos.
El niño más pequeño oyó unos extraños sonidos y asomándose a la ventana vio al hombre de nieve llorando a moco tendido. La sonrisa de agujeros había desaparecido, y una tristeza sin par inundaba toda su blanca carita. Pero no solo había cambiado esto, sino que había reducido considerablemente de tamaño.
El pequeño pensó que no dejaría a su amigo solo y sumido en la desesperación y decidió resolver la situación él solo: cuando todos dormían, se levantó de su cama y, con mucho, sigilo abrió la puerta. Empujó al muñeco con todas sus fuerzas y lo condujo a la alfombra, al lado justo del Nacimiento.
La expresión del muñeco cambió súbitamente, su tristeza desapareció para dejar paso a su sonrisa de siempre. El pequeño, satisfecho del cambio en el ánimo de la escultura, se fue a dormir.
Como hacía calor Muñeco empezó a derretirse y a sentirse cada vez más pequeño. Ya no podía contemplar el Nacimiento; sus ojos solo alcanzaban a ver las patas del mueble donde estaba instalado. Siguió derritiéndose hasta quedar del tamaño de los adornos del árbol de luces de colores. En la habitación se escucharon unos tristes ecos, que no eran otra cosa que los gemidos de desesperación de Muñeco.
De pronto observó que no estaba solo: dos pastores del Nacimiento se acercaron a él y con mucho cuidado, se lo cargaron a la espalda, trepando por las patas del mueble hasta llegar junto al panadero, que en ese momento sacaba pan caliente del horno; éste con delicadeza lo cogió con sus fuertes brazos y lo llevó al carpintero que trepó, a su vez, por un camino de musgo que conducía al Portal. Se cruzaron en su recorrido con un rebaño de ovejas con su pastor al frente; unas vacas le sonrieron, mientras comían verde musgo en su corral de corcho. Cruzaron un río de papel de plata, a través de un puente de tronquitos de palo. El viaje tocó a su fin al aparecer el cobertizo ante ellos.
Muñeco pensó que con tantas emociones acabaría de derretirse en ese instante. Pero no fue así, los Reyes Magos lo colocaron delante de un pesebre donde un precioso bebé le sonrió como nunca había visto. De repente algo cambió en él, ya no se deshacía! Era blando y cálido como una nube, y sobre todo, se sentía tan feliz…
Amanecía cuando el chiquillo se despertó repentinamente y acordándose de su amigo de nieve, se levantó de un salto y se dirigió al salón. Su mirada tropezó con un gran charco de agua en la alfombra y pensó que su querido amigo se había derretido durante la noche. Una congoja sin límites trepó por su garganta y comenzó a llorar con tal desesperación que despertó a toda la familia.
Repentinamente un destello blanco y muy luminoso atrajo la atención del infante, allí arriba, en el Nacimiento. Se acercó y alzó la figurita que resplandecía entre las demás. Sus ojos no le engañaban. Secándose las lágrimas, observó anonadado al personaje que relumbraba entre sus dedos: descubrió el conocido sombrero de copa negro, la bufanda de cuadros, la nariz de palo, las orejas de botones y los ojos alegres y chispeantes de canicas de cristal. Era el hombre de nieve, pero no estaba frío, ni helado; se había transformado en algodón blanco, con una eterna sonrisa pintada en la cara, resplandeciendo de dicha.
El pequeño contagiado también de esa felicidad, comenzó a reír mientras, con sumo cuidado, volvía a colocar a la entrañable figurita en el Portal, a los pies de la cuna donde dormía entre pajas un recién nacido de barro.
El deseo de Muñeco se hizo realidad y a partir de entonces, en cada Navidad, la humilde figurilla con forma de hombre de nieve siempre tuvo su lugar en el cobertizo, muy cerca de ese bebé de arcilla, que mostraba para él la mejor de sus sonrisas.
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María Teresa Echeverría Sánchez