Alberto estaba sentado en el sillón de su salón jugando en la videoconsola a matar marcianitos. Para él era un juego muy divertido, podía pasar horas así. No era un niño muy social ni solía salir a la calle o al parque a jugar con otros niños como él. Siempre estaba con el mando en la mano o con el móvil de sus padres jugando a mil y una aplicaciones que no eran para su edad.
Su abuelo lo miraba triste desde el sofá. Pensaba que estaba desperdiciando unos momentos que podía dedicar a hacer otras cosas mucho mejores. Así que subió al ático y comenzó a buscar entre las polvorientas cajas. Apareció una pequeña caja muy antigua. Eran las canicas de cuando él era pequeño.
Con gran ilusión, se las regaló a su nieto. Salieron juntos al patio de su bloque, y le explicó cómo se jugaba. Había una gran canica naranja que corría como tan rápido como una estrella fugaz. De repente, otros niños comenzaron a llegar para jugar con él. Su abuelo los dejó jugar. Ahora sí estaba contento.
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