Buenos y tontos

Un hombre subió a su hijo de tres años a una mesa, lo animó a saltar y dejó que se golpeara contra el suelo. “Así aprenderás a no fiarte ni de tu padre”, parece que le dijo mientras el crío lloraba. Cuando hace años me contaron esta historia, pensé que el tipo era un bruto sin más; hoy los apelativos serían más fuertes. La idea de hacer daño a un niño me resulta inconcebible, por sabia que sea la enseñanza.

Por fortuna los métodos educativos evolucionan, aunque algunos errores y temores sobreviven al paso de los tiempos. Uno de ellos es cómo hacer de nuestros hijos unas buenas personas sin dejarlos indefensos ante los peligros de la vida. La idea de que hay una fina línea entre buenos y tontos sigue vigente. La bondad es una virtud que se administra con prudencia y de la que pocas veces se presume.

Desde que Inés comenzó a interactuar torpemente con el mundo, no he dejado de aleccionarla con mensajes como tratar con cariño a los demás, respetar los juguetes de los otros, no pegar; pero no sé qué aconsejarle si es ella la víctima. He escuchado a muchas madres con dudas similares: educar a los niños en la paz, y al mismo tiempo enseñarles a plantar cara ante situaciones y personas que les agreden.

Supongo que todo lo afrontaremos con la mejor voluntad y sobre la marcha. Pero como norma de vida, quizá una de las más efectivas sea rodearse de buenas personas. Suena a obviedad y seguramente lo es, pero algunos tardamos muchos años en aprender la lección. La atracción por los que nos hacen daño tendrá una explicación que desconozco; sí puedo decir que el resultado es una vida mucho menos feliz.

La llegada de Inés ha afianzado los valores de forma definitiva. Nunca antes había deseado tanto que la existencia fuera un remanso de paz. No parece que vayan por ahí los tiempos, pero al menos haremos lo posible para disfrutar al máximo de un viaje en el que los sobresaltos parecerán más leves si al lado tenemos buenos compañeros.

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