Cuando eres joven, uno de los anhelos más urgentes es la experiencia. No reparas en que adquirir el conocimiento supone pagar a cambio el precio de la juventud. Notas un día que te queda poca inocencia y los años han pasado sin sentir. Puedes entonces valorar lo que sabes o lamentar el paso del tiempo, ambas cosas a ratos, quizá las dos a la vez. También puede ser el momento de replantearse la vida, superar antiguos miedos y crecer. Demostrar que sí es cierto que la existencia no pasa en vano y a veces nos hace más fuertes, más libres, incluso más bellos.
Pocos límites parecen más difíciles de superar que los que uno mismo se marca. El miedo a hablar en público, a abandonar la seguridad de un trabajo por una ilusión incierta, a amar y sentir libremente, a los propios prejuicios. Nada más motivador que la historia cercana de personas que un día vieron cortado el camino y supieron dar el salto. El pequeño y poderoso triunfo que entraña enfrentarse por fin a un micrófono, apuntarse a ese viaje, atreverse a correr una media maratón. Querer ser quien eres, por encima de la sabiduría y los años; decir un día: ‘Podría ser tu madre y me da igual’. Pocos ejemplos de sabiduría como derribar los mayores obstáculos armados con la pregunta más simple: ¿Y por qué no?