Y es que ni los más pequeños se salvan de la maldita urgencia que imprimimos a una existencia ya de por sí fugaz. El pensamiento me ha asaltado varias veces en unos días en los que casi sin pausa vamos cerrando etapas. Adiós a los pañales, a las sesiones de música para bebés, a los miércoles en el grupo de crianza. Todo tiene sabor a adiós, o como poco a un ‘hasta luego’ incierto. Inés asiste a todo con ojos entre sorprendidos e ignorantes: sé que a su modo percibe que algo está pasando que alterará las plácidas rutinas, la alegre seguridad de pisar terreno conocido, el excéntrico lujo de vivir sin más.
Siento cierta amargura al leer unos papeles sobre el periodo de adaptación al colegio. Con sinceridad encomiable nos advierten de la dureza de separarse de la familia, adaptarse a horarios, enfrentarse quizá por primera vez a lo desconocido; auguran posibles cambios de carácter, retrocesos educativos, sentimientos de abandono y soledad. La cara repetida hasta el infinito de mi niña me mira expectante desde uno de los folios; como buscando la respuesta que ninguna de las dos sabemos. La niña con trenzas de las fotos me resulta por un momento ajena. Serán los miedos que me nublan la vista, el vacío inconfesable ante la separación cada vez más próxima. Será que el futuro me anticipa el necesario viaje en busca de su lugar en el mundo.