El valor de las cosas
El primero de los dos cuentos tibetanos se llama El valor de las cosas.
En cierta ocasión un aprendiz, que tenía muy poca autoestima, pidió consejo a su maestro. Le explicó que se sentía muy mal porque la gente a su alrededor decía que no servía para hacer nada, que era torpe y carecía de las más básicas virtudes. ¿Sabría su maestro, por muy sabio que fuera, qué podía hacer para ser más valorado, si es que había algo?
El maestro, sin prestarle demasiada atención, le dijo:
–No puedo ayudarte. De veras que lo siento, joven, pero yo tengo un problema más importante. Si primero me ayudaras tú a mí, tal vez te podría ayudar después.
El joven se sintió mal, pues su maestro tampoco parecía demostrar interés en él.
–E… estaré encantado de ayudarle, maestro. Por lo menos en aquello que humildemente pueda…
Sin agradecérselo si quiera, el maestro se llevó la mano derecha al meñique de la otra y se sacó un anillo.
–Toma este anillo y mi caballo, que está fuera. Cabalga hasta el mercado y busca un comprador para mi anillo. Tengo que afrontar una deuda para que no recaiga sobre mí la vergüenza y debes obtener la mayor ganancia posible de mi anillo. ¡No aceptes menos de una moneda de oro! ¡Y date prisa, es urgente!
El joven obedeció y partió inmediatamente hacia el mercado.
Los mercaderes miraban el anillo, algunos con interés, hasta que el joven decía lo que pretendía obtener por él. Entonces se reían de él o se marchaban sin contestarle. Solo un hombre muy mayor y amable se tomó la molestia de explicarle por qué no conseguía vender el anillo, por mucho tiempo que llevara intentándolo: una moneda de oro era demasiado para un simple anillo.
A uno de los mercaderes le dio lástima y le ofreció una moneda de plata y un objeto de cobre. El joven sabía que era lo máximo que iba a conseguir en el mercado por ese anillo, pero no podía aceptar el cambio. Tenía instrucciones claras de su maestro, que no podría pagar su deuda si no conseguía una moneda de oro.
Después de intentar vender el anillo a todo aquel que se encontraba en el mercado, y viendo que era imposible conseguir lo que le había pedido su maestro, cabalgó de vuelta para comunicar su fracaso. En el camino pensaba que ojalá tuviera él esa moneda de oro. Así, podría entregársela a su maestro, librarle de su problema y que este le ayudara a él.
Entró en la habitación en la que se encontraba el maestro, con la cabeza agachada, y dijo:
–Maestro, siento mucho decirle que no he podido conseguir lo que me pidió. Quizá podría vender el anillo por dos o tres monedas de plata, pero no creo que pueda engañar a nadie respecto del verdadero valor del anillo.
–Es muy interesante eso que has dicho, joven amigo. Creo que primero debemos saber el valor verdadero de este anillo. Acude al joyero. ¿Quién mejor que él para saberlo? Dile que quieres vender el anillo y pregúntale cuanto te ofrece. Pero no se lo vendas, ofrezca la cantidad que ofrezca y vuelve aquí con mi anillo.
Otra vez el joven obedeció rápidamente y visitó al joyero.
El joyero tomó el anillo en sus manos. Luego buscó una lupa y lo examinó con atención a la luz de su lámpara. Lo pesó y dijo:
–Muchacho, dile al maestro que si lo quiere vender ya, no puedo darle más que 58 monedas de oro por la joya.
–¡58 monedas!
–Lo siento, chico. Si esperamos al comprador adecuado, podríamos obtener hasta 70 monedas, pero si le urge tanto…
El joven volvió a toda prisa, visiblemente emocionado, y le comunicó la buena noticia a su maestro, que contestó con estas palabras:
–Siéntate, amigo mío. Tú eres como este anillo: una joya, valiosa y única. Por ello, sólo un experto puede comprender tu verdadera valía. ¿Qué haces por la vida pretendiendo que cualquiera descubra tu verdadero valor?
Y diciendo esto, volvió a ponerse el anillo en el meñique izquierdo, mientras que al joven se le humedecían los ojos.
El amo y el criado
El segundo de los cuentos tibetanos es más corto, pero también podemos aprender mucho.
Había un criado que sufría mucho por el mal carácter de su amo. Un buen día este señor llegó a casa de muy mal humor. Se sentó a la mesa para comer y sé impacientó al ver que el criado se retrasaba un poco al servir la comida.
Oyendo a su amo rechistar, el criado no esperó lo suficiente a que la sopa se calentara. Por eso, el señor encontró que la sopa estaba fría. Colérico, cogió el plato y lo lanzó por la ventana.
Entonces, el criado también lanzó por la ventana la carne, el pan, el vino, la servilleta, los cubiertos y el mantel que estaban sobre la mesa.
–¿Qué haces, temerario? –dijo el amo, poniéndose de pie de un salto, furioso.
–Discúlpeme usted, señor –respondió el criado–. Le he malinterpretado. He creído que usted quería comer hoy en el patio. ¡Hace una temperatura tan agradable! ¡Y el cielo está tan despejado! ¡Y el jardín tan bonito! Mire el manzano, ¡cuán hermoso está en flor y con qué gusto buscan las abejas su alimento en él!
El amo se dio cuenta de lo que había hecho, reconoció su falta, se dijo a sí mismo que en adelante valoraría más las cosas y dio gracias interiormente al criado por la lección que acababa de darle.
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