Al principio, la gente suele comprender que traer al mundo a una nueva criatura es agotador. La gente pregunta si el bebé duerme del tirón por las noches como si esa fuera la clave para que los padres volvieran a ser seres humanos completamente funcionales. Pero, como todo padre sabe, no lo es. Estoy bastante segura de que está comprobado científicamente que, desde que es padre, uno no vuelve a sentirse como un ser humano completamente funcional nunca más. A no ser que cambiemos el significado de “completamente funcional” para que deje de implicar estar descansado o algo parecido. Aquí viene el porqué:
Nunca dormimos del tirón. Nunca. Jamás.
Dormir del tirón significa dormir más de dos o tres horas seguidas. Una vez que tu hijo pasa ese punto, la gente parece olvidar que sigues teniendo preocupaciones. Al principio, los padres se despiertan asustados por que su hijo no los haya despertado, así que tienen que ir a comprobar cómo está, con la adrenalina por las nubes, pensando que se van a encontrar con una situación horrible. Mueven un poquito al bebé. Lo vuelven a mover. Hasta que lo oyen suspirar. Después de eso, o no se pueden volver a dormir por la adrenalina o no se pueden volver a dormir porque con tanto movimiento han acabado despertando al niño. A medida que el niño se va haciendo mayor, los padres se despiertan al oír un llanto fantasma que solo está en sus cabezas. Cuando aceptan que su hijo puede dormir del tirón y empiezan a pensar que todo se ha acabado, el niño empieza a despertarse a mitad de la noche y a ir a la habitación de sus padres, a despertarse y a mojar la cama o a despertarse y gritar “¡quiero agua!”. Temo que llegue el momento en el que me despierte preocupada por mis hijos cuando sean adolescentes, preguntándome si habrán salido de casa sin mi permiso, o cuando vayan a la universidad, preguntándome si estarán bien o si alguien les habrá echado droga en la copa y estarán tirados en alguna cuneta. Para cuando los hijos tenga su propio trabajo, los padres habrán envejecido y sus ciclos de sueño habrán cambiado y serán biológicamente incapaces de dormir del tirón. Fin de la historia.
No hay momentos de respiro.
El otro día intenté guardar en el teléfono el número de mi prima: me había escrito un mensaje y quería añadir su número a mis contactos. Lo intenté unas ocho veces antes de rendirme porque mis hijos invadieron mi espacio vital y empezaron a moverme los brazos y a tocar la pantalla del móvil. Es difícil explicarle a alguien que no tienes tiempo ni para guardar un número de teléfono, pero es verdad. A menos que estés en el baño. A veces, a los padres les entusiasma la idea de ir al baño, porque así pueden echarle un vistazo a las redes sociales tranquilamente. De hecho, a veces fingen que necesitan ir al baño para poder echarle un vistazo a las redes sociales tranquilamente. A no ser que sean de ese tipo de padres a los que se les cuelan los niños hasta en el baño (siempre hay algún padre así). Si es el caso, no estás a salvo ni en el váter.
No hay días libres.
Hay mil maneras de llenar el tiempo y de gastar las energías si no se tienen hijos. Todos estamos agotados, de eso no hay duda. Sin embargo, la gente normalmente puede tomarse unos días de baja. La gente puede tomarse un día de descanso. Pero ¿y los padres? Estar enfermo es lo peor, porque no puedes estar enfermo. O, al menos, no puedes actuar como si lo estuvieras. Siempre hay que hacer la comida, poner lavadoras, querer a los niños. Los padres se encuentran al borde de la enfermedad muchas veces, porque nunca tienen la oportunidad de recuperarse. Echamos la culpa a nuestros hijos por traer a casa gérmenes del colegio, pero la realidad es que nosotros mismos somos sacos de carne patógena.
Tenemos el cerebro sobrecargado.
Siempre hay un parloteo infinito de fondo. Hay demasiados “mamá, mamá, mamá” y demasiados “¿esto qué es?” para los que, sea cual sea la explicación que se dé, la respuesta será “¿y por qué?”. Hay peticiones de canciones, de cuentos y lastimeros “quiero el vaso roooojooooo”, incluso aunque ya tengan el vaso rojo. Hay muchas llamadas de teléfono falsas y muchos monólogos utilizando un calcetín como marioneta. No es que cada pregunta o cada petición sea horrible (no lo son, de hecho, suelen ser bastante graciosas), es que no hay ni un segundo libre de asaltos auditivos que requieren respuestas. A medida que los niños crecen, puede que hablen cada vez menos y que las palabras que utilicen sean cada vez menos adorables, también que los problemas que vayan surgiendo sean mucho más difíciles de afrontar. La sobrecarga cerebral no desaparece con los años.
A veces nos quedamos viendo Netflix hasta las dos de la mañana en pareja.
Porque a veces podemos pasar tiempo con nuestra pareja. Y porque tirarse como un perezoso en un sofá viejo con una copa de vino barato y la persona a la que quieres al lado, sin tener que hablar por hablar, puede ser casi tan bonito como disfrutar de una puesta de sol en una playa paradisíaca con un cóctel en la mano. Casi. Hay silencio (cuando no se oye crujir al viejo sofá). Es relajante. Es rejuvenecedor. Y es necesario para la estabilidad del matrimonio. Merece la pena asumir las consecuencias de trasnochar de vez en cuando y ahorrarse el divorcio cuando los niños acaben el instituto. Que, además, todavía habría que pagar la universidad.
También hay consecuencias a nivel físico.
No me hagáis hablar de lo que el embarazo le hace al cuerpo, aquí solo voy a hablar de lo que supone ser padres. Las lesiones en la córnea siempre son motivo de preocupación. Sus manitas empiezan a moverse desde el día 1 y continúan indefinidamente. Durante los primeros años, los padres están constantemente cogiendo a sus hijos, cargando con un niño de 15 kilos en un lado de la cadera y con uno de 10 en el otro. Y no son como un saco de patatas, se mueven, se retuercen y patalean. Los padres que intentan hacer flexiones en el suelo del salón mientras sus hijos ven un capítulo de Caillou pueden ser la pista de aterrizaje idónea para los saltos desde el sofá de sus monstruitos. Es prácticamente imposible tener hijos sin pasar por un desgarro de córnea o por una hernia de disco.
Estamos constantemente limpiando
El otro día llegaba tarde al trabajo y cuando fui a coger a la pequeña de la cuna me di cuenta de que había vomitado. Tenía el pelo pegajoso y olía fatal. La lancé a la bañera y le di un baño rápido antes de vestirla a toda prisa para meterla en el coche. (He aquí otro ejemplo de esfuerzo físico: el lanzamiento de niño es una práctica muy habitual). El ritmo de limpieza de cuerpos y de casas que acaban alcanzando los padres es impresionante. Obviamente, todo el mundo tiene que limpiar la casa, pero los que son padres tienen que hacerlo mucho más. Se agachan, guardan cosas, se agachan, ordenan, guardan. Limpian. Recogen juguetes. Y más juguetes. Y piezas de juguetes. Enrollan el papel higiénico desenrollado. Friegan los platos. Hacen la colada. Quitan las manchas de fluidos corporales. Reemplazan la ropa que se va quedando pequeña. Recogen más juguetes. Limpian vómitos y cuencos infinitos de cereales. A medida que los niños se hacen mayores, también lo hacen sus cosas. Los adolescentes tienen más superficie de actuación que los niños pequeños, lo que implica más polvo, más olor corporal y, por supuesto, más ropa tirada por el suelo.
Las preocupaciones se apoderan de nosotros.
Algunas mañanas nos damos cuenta de que han aparecido canas y arrugas nuevas. Canas como alambres y arrugas pronunciadas. Dejé de cardarme el pelo la semana después de dar a luz. Desde que vi por primera vez a mi hija, me salieron arrugas alrededor de los ojos, no solo por el agotamiento, sino también por la preocupación. La ansiedad pasa factura a nivel físico, y los que somos padres tenemos un torrente infinito de ansiedad en la cabeza. El síndrome de muerte súbita del lactante. Una mala caída por las escaleras. La ingesta de productos de limpieza. Los golpes en la cabeza con las esquinas de las mesas. El acoso escolar, las salidas nocturnas, un grupo de amigos inadecuado, un matrimonio infeliz… Nuestras pobres células no pueden con más estrés.
Los que somos padres estamos tan cansados que a veces nos tumbamos en el suelo. Y nos da igual apoyar la cara en la alfombra. Ahora sabes por qué.
P.D.: Aun estando tumbados en el suelo seguimos siendo felices. Pero estamos demasiado cansados como para sonreír.
Este post fue publicado originalmente en la edición estadounidense de ‘The Huffington Post’ y ha sido traducido del inglés por Lara Eleno Romero.
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