Son esos días de salir a la calle con miedo, consciente del ‘yo’ más vulnerable. De nuevo la indefensión del que ha perdido la coraza, el temor a cualquier mal gesto, a una mala palabra. Hasta las heridas más leves sangran cuando es tan fina la piel.
En esos momentos me agarro en su versión más simple al tópico romántico de los paraísos perdidos. Me evado con felicidades irreales, de recuerdo confuso y selectivo, busco otras calles, en el sentido más literal. El otro día llevé a Inés por lugares en los que existí cuando ella sólo era un deseo. La que fue mi casa, la hermosa plaza que sentí tan mía al cruzarla mil veces en soledad a horas intempestivas, los suelos empedrados, el pequeño restaurante al que nunca fui. En mi torpe lenguaje adulto le expliqué que a veces los mayores también jugamos a imaginar que las cosas son diferentes cuando la realidad nos viene grande, que por más tiempo que pase uno nunca se hace lo bastante fuerte, que aunque tengas a alguien a quien proteger, tú mismo eres a veces el más desvalido. Creo que su mente infantil, bastante más lúcida que la mía, entendió que la debilidad no es necesariamente frágil, que el amor llega más lejos que la fuerza y la imaginación es un cálido refugio mientras amainan las tormentas interiores.