Sigo confiando en que desear las cosas de corazón nos ayuda a avanzar en su logro, pese a haber comprobado que tantas veces no basta. Quiero creer que somos un poco dueños de nuestros destinos, aun sabiendo que hay tantos factores con los que no contamos. Lo más importante de la vida se debe en apariencia al azar: quiénes son nuestros padres, los amigos de la infancia, tener o no un compañero de vida, unos hijos, hacer grandes cosas, vivir sin pena ni gloria.
Muchas veces el final feliz barre de un golpe los escollos del camino. Así nos lo venden al menos los cuentos y películas. Bien está lo que bien acaba, mereció la pena esperar. Mientras, acecha el sentimiento de impotencia, porque el amor no aparece, porque los hijos no llegan. Existen muchos motivos para sufrir, pocos tan poderosos y recurrentes.
Desde que la maternidad pasó a protagonizar mi vida he hablado con infinidad de mujeres para las que llegar hasta allí fue una carrera de obstáculos. El paso del tiempo sin resultados, primero los consejos de amigas y foros de internet, luego tratamientos que se van complicando, momentos de desesperanza, la tentación de tirar la toalla.
A veces un día, no sabes bien cómo, las cosas se ponen de que sí. Parece como si la vida se hubiera aliado para que esa personita llegue y lo cambie todo. Sigues sin creer en el destino, pero es como si una fuerza poderosa hubiera decidido que sería él, o ella, justo este día, a esta hora. A lo mejor el deseo tuvo que ver, quizá estaba escrito desde el principio de los tiempos; en realidad, ni lo sabes ni te importa.