Las convenciones del entorno adulto lo hacen todo más previsible pero también mucho más sencillo; al menos para los que no andamos sobrados de espíritu de aventura. Recuerdo como uno de mis peores tragos la osadía de contar un cuento a unos niños de cuatro años, y aun hoy vivo como un reto diario acompañar a Inés en las primeras manifestaciones de su carácter. El instinto de posesión, la frustración ante las negativas, el atropello de risas y llantos y el intento de traspasar los límites no parecen fáciles de gestionar con sólo dos años y tantas ganas de vivir como inexperiencia.
Meterse en la piel del otro es la mejor estrategia para entender el porqué de sus actos y seguramente el único modo de llegar a comprenderle. Creo haberlo logrado con aceptable éxito en otras ocasiones, pero hoy es como si me viniera grande conectar con el devenir insaciable de la mente de mi hija, sostenida por un pequeño cuerpo ávido de emociones que todavía no sabe identificar.
Intentaré compensar con amor mis incontables carencias como maestra de educación sentimental. De momento me he propuesto algo que nunca antes supe hacer: decirle todos los días, una vez al menos, lo mucho que la quiero.