En esto no cambiamos mucho al crecer. Llamamos a nuestra madre cuando vamos a morir, porque seguimos necesitando su protección aunque de la infancia no queden ya ni recuerdos. Hasta que llega ese momento, otros brazos nos hacen más leve la carga de existir, sobre todo cuando vienen mal dadas y falla la ilusión, o las ganas, o todo. Pero una vez sucede que esperamos a alguien y no viene, y descubrimos que a veces lo peor de caer no es el golpe, sino la dolorosa ausencia de los que considerábamos imprescindibles.
Con el tiempo, aprendemos casi siempre a eso que llamamos relativizar y que en realidad significa tratar de que no nos afecten demasiado nuestras propias imperfecciones. Las veces que otros fallaron; las que nosotros estuvimos a la altura, sin ni siquiera ser conscientes. Llamamos madurar a resignarnos a que la vida es así y las cosas hay que tomarlas como vienen. Pero con las ausencias constatamos en carne propia la importancia de estar en el momento preciso, de tender la mano, de estar ahí.