Me resulta extraño el concepto de fiesta de graduación. Antes, hace no tanto, me parecía algo propio de las películas de Hollywood, de esas celebraciones en las que siempre brillaban el más guapo y la más guapa de la clase y en las que, de vez en cuando, un patito feo se convertía en delicado cisne y les robaba el protagonismo. Hoy la globalización las ha sacado de la pantalla de cine y las ha multiplicado, hasta el punto de que en las escuelas infantiles también tienen su fiesta de graduación con discursos, actuaciones, bailes y birretes. Éstos últimos de carton y handmade, por supuesto, que en algo se tiene que notar que los graduados todavía no han cumplido en su gran mayoría los tres años de edad.
Dicho esto, el viernes pasado por la tarde ahí estábamos servidor y la mamá jefa, haciendo cola -cual quinceañeros durmiendo a las puertas de Las Ventas para ver al grupo pop del momento- para entrar a un salón de actos cualquiera, emocionados porque nuestra pequeña saltamontes iba a hacer su primera actuación, su primer baile ante un público entregado y enfervorecido (los padres nos convertimos en beliebers en potencia cuando nuestros hijos suben al escenario) que en cuanto los renacuajos hicieron acto de presencia tras el telón sacaron todo su arsenal de cámaras y smartphones de última generación, haciendo saltar más flashes en la sala que en unas semifinales de Champions en el Camp Nou.
Nos reímos mucho durante los seis minutos que duró una actuación en la que, pese a haber 20 niños sobre el escenario, cada padre tiene la capacidad para centrar su atención solo en el suyo. Y ahí estaba Mara, desatada en cuanto empezó a sonar la música, con sus dos coletas y su faldita vaquera, moviendo sus caderas, subiendo y bajando sus brazos, saltando, disfrutando de una coreografía que se sabía de memoria (detalle éste último que percibí al volver a ver el vídeo el lunes en el trabajo, cuando mientras se me formaba la sonrisa tonta, vi como la peque empezaba a hacer los pasos antes de que lo pidiese la canción, como queriendo demostrar que ella lo podría bailar sin música) y sumándose divertida a la ovación del público cuando la canción se acabó y la melodía dio paso a los aplausos, los vivas y los “¡esa es mi hija!”. Uno se vuelve loco entre tanta euforia.
Recordé entonces con nostalgia mi primera fiesta de graduación, una época ya remota en la que teníamos que esperar a finalizar el bachillerato para sentirnos por un día actores y actrices del último blockbuster hollywoodiense. Y la recordé con emoción, porque aquel día, aquella tarde, se cerró de un plumazo, entre pinchos, copas y bailes hasta altas horas de la madrugada, una preciosa etapa de mi vida, cuatro años que me marcaron para siempre y que me es inevitable no recordar con una sonrisa. Pese a los reveses, que también los hubo, siempre me viene a a la memoria esa sensación de estar entre los tuyos, de pocas responsabilidades, de disfrutar el momento, de sentir y vivir sin arneses, a pecho descubierto. Imagino que a algo parecido se refería en el imprescindible documental “Una entre todos” Jean Michel Bamberger, periodista y marido de Joana Biarnés, cuando dijo algo así como que “en vez de dar años a la vida, se trata de dar vida a nuestros años”. Y aquellos años estaban llenos de vida. De vidas, en plural, porque el nuestro aún era un futuro lleno de caminos, de vidas posibles.
Viajando a mi pasado me dio por pensar que aunque Mara no fuese consciente de ello, aquella fiesta de graduación fue en cierto modo el final de una etapa. De una de sus primeras etapas. En ella se quedarán para siempre sus primeras profes (con cuyos métodos no hemos estado del todo de acuerdo). Y Miriam, Hugo, Gonzalito o Tiago, sus primeros compañeros de clase. Nombres que hemos escuchado mencionar cientos de veces en los últimos meses y que irán desapareciendo de nuestras conversaciones poco a poco y siendo sustituidos a partir de septiembre por otros. C’est la vie. Y así, mientras ella, una vez finalizado el espectáculo, seguía bailando y correteando sobre el escenario con sus compañeros, ajena a todo, dando vida a sus años, me volvió a atrapar la morriña. La nostalgia por esa etapa de nuestra hija que se nos escapó el viernes a nosotros, sus padres, tras el telón de una peculiar fiesta de graduación.