El fin de semana pasado nos dimos un homenaje y escapamos a París tres días inolvidables. Al ser viernes San Valentín, todo el mundo que recibía la noticia respondía con la pregunta del millón: Vais solos ¡¿No?! Pues no. Aunque el destino fuera uno de los más románticos del planeta en el día más rosa del año (que por cierto, a mí nunca me ha gustado celebrar), decidimos compartirlo con nuestros pequeños.
Y fue una experiencia fantástica. Subiendo a la Torre Eiffel con cara de susto y excitación, sin querer volver a bajar; viajando en el Bateau Mouche, con siesta relajante de mi pequeña princesa incluida, contemplando la belleza de las obras inmortales que acoge el Louvre; visitando a las gárgolas, amigas de Quasimodo, en lo más alto de las torres de Notre Dame (sí sí, hasta arriba del todo, con mis campeones); y, finalmente, visitando la tumba de Napoleón (o Hulck, según otras fuentes). Muchas otras cosas visitamos. Otras han quedado pendientes para una nueva visita a la hermosa ciudad de las luces. Si el destino nos lo permite.
Bueno, y qué contar de su primer viaje en avión. Con mamá disimulando tras una falsa sonrisita el miedecillo que le tiene a eso de volar, se sentaron tan felices como si lo hubieran hecho toda la vida.
Después de mucho tiempo manteniendo rutinas tranquilas, en entornos conocidos, con hábitos predecibles, ahora que mis pequeñajos empiezan a querer ampliar fronteras, empezamos a disfrutar en familia de momentos como estos, que seguro que ellos nunca olvidarán, por muy joven que sea aún su memoria.
Y, en fin, ¿qué hay más romántico que viajar a la ciudad del amor con mis tres grandes amores?