Golpes

Con la capacidad de andar llegan también los primeros golpes; a veces, incluso antes. Los que a partir de allí nos propine la vida serán el resultado de una fórmula misteriosa que combina riesgo y suerte. Inés cayó al suelo hace unos días desde una altura considerable. No sufrió ni un rasguño. El azar decidió que entre romperse varios huesos y salir ilesa ganase la opción más improbable. Suponiendo que tengamos una ración fija de suerte para todo este juego que es vivir, ella se dejó ya un buen puñado en esta peripecia.

Aquel día estaba a su lado y no fui capaz de evitarlo. Sé que volverá a suceder. No podré o sabré actuar a tiempo, no haré lo  adecuado o simplemente no estaré. Sufro por anticipado por todos los golpes que querría para mí porque serán para ella y me pregunto si ésta es la forma correcta de amarla.

De la maternidad, de los grandes amores, me preocupan muchas cosas. Entre las primeras está cómo gestionar esa energía poderosa que llamamos amor y arrastra tantos otros sentimientos. El anhelo de meterse bajo la piel del otro y ser parte de él, o de ella, el instinto de posesión, la necesidad de pertenecer, el secreto deseo de que nos pertenezcan.

A lo largo de mi vida me he topado mil veces con esta frase. También la he escuchado, dicha de muchas formas, en diferentes momentos. El otro día volvió a cruzarse en mi camino, acompañada de un artículo sobre el amor,  en el instante preciso. Decidí ponerla donde siempre la vea para no olvidarla; no sé si seré capaz de cumplirla.

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