Todos hemos fantaseado con cómo seríamos a los cuarenta años cuando teníamos veinte. O a los dieciocho cuando teníamos seis. En tercero de párvulos, una monja nos invitó a apuntar nuestro nombre en un papel si queríamos seguir sus pasos. Todas lo hicimos… menos una. De mayor sería enfermera.
A día de hoy puedo asegurar, con poco margen de error, que ninguna de aquellas vocaciones precoces se materializó, y que la enfermera trabaja en el área de hipotecas de un banco. Reconozco que me costó desprenderme de cierta sensación de culpabilidad, como de haber incumplido un pacto, al saber que yo tampoco tomaría los hábitos.
Fue mi primera prueba de que planear el futuro tiene sólo valor orientativo, En lo referente a Inés llevo pocos aciertos, y eso que me sobró el tiempo para pensarla, soñarla, dibujarla incluso. Yo no lo hice, pero sí su prima Lucía, que con maravillosa imaginación infantil trazó su primer retrato cuando era sólo un proyecto sin cara ni nombre. Conservo este papel como un tesoro porque quiero mucho a su autora, pero también porque representa ilusiones, deseos, y sobre todo muchas incógnitas. Tampoco mi hija acabó llamándose como Lucía aventuraba, aunque juraría que cuando nació era clavadita a su retrato.
Hoy Inés tiene nombre y cara, y espero que un futuro largo y feliz. No lo veré hasta el final, pero juego a imaginarlo mientras vamos y venimos del parque. Al salir el otro día creí ver a la hermana Victoria, con el mismo perfil afilado que recordaba, pero mucho más pequeña. Nos miró y en su cara apareció una sonrisa a medias, como si me perdonara por haber faltado a mi promesa. Esto último no podría jurarlo; quizá sean sólo imaginaciones mías.