En la lista de taras que intento no transmitirle a mi hija figura en lugar destacado la tendencia a adelantarme a los acontecimientos convencida de que la cosa es inviable, no merece la pena o todo va a salir mal. En su corta vida, Inés ha rebatido innumerables veces mi teoría, reafirmando que nada hay tan atrevido como la ignorancia, en este caso para bien. Su propia llegada barrió un buen montón de noes y miedos que demostraron ser falsos, y de paso las excusas para limitarse a seguir la corriente de la vida sin plantearse alternativas. Su tenacidad infantil me demuestra cada día el error de dejarse avasallar por esa peligrosa mezcla de costumbre, comodidad y cobardía. Es difícil salir lastimado si ni siquiera lo intentas.
Comprobar que lo imposible está más lejos de lo que creías supone avanzar un paso para ser libre. Superar la enfermedad que pudo vencernos, cortar con circunstancias y personas que nos hacen infelices, arriesgarse a perder. La gran victoria de correr un kilómetro más, rebelarse a las estadísticas, contra el parecer de los médicos, contra tu propia opinión. Sentir por un momento la certeza de que todo irá bien, de que nada ni nadie podrán con nosotros.