Por unos días creemos en serio que lo haremos. Volveremos a quedar en aquel bar de Malasaña, beberemos cerveza escuchando a los Pretenders y planearemos recorrer Colombia en autobús. Añoraremos las risas y los sueños de entonces, olvidaremos que pasaron dos décadas, jugaremos a ser por un rato dueños de nuestra vida. Buscaremos el cálido refugio de tiempos pasados, cuando las noches eran largas y el mañana siempre quedaba demasiado lejos.
Algo parece acabarse entre las luces de un invierno oscuro que no acaba de llegar. Por eso nos sorprendemos añorando a los que tanto significaron y quedaron en el pasado. Por un momento, pensamos de verdad que volverán. Aparecerán tras la puerta que oteamos con disimulo en un bar la tarde de Nochebuena, al llegar a casa poco después con la mente nublada por el alcohol y los recuerdos, en la mesa en la que hoy unos ocupan los lugares de los que otros marcharon sin poder brindar juntos con el mismo vino.
El espíritu de las Navidades pasadas se esfuma cuando oigo a Inés preguntar quién es ese abuelo de barba blanca y traje rojo del escaparate. Mientras peleo por encontrar una buena respuesta imagino que en el saco de regalos me trae una máquina del tiempo, la receta mágica para recuperar personas y momentos que volaron sin remedio.