Alguien me dijo que el nacimiento de su hija avivó el recuerdo de su infancia y comenzó a entender muchas cosas, pero también suscitó rencores. Errores que su madre cometió, seguro que con buenas intenciones, e hicieron de ella una mujer que lucha con cientos de inseguridades. En condiciones normales la infancia es una época hermosa, pero raras veces un paraíso idílico.
Hoy yo también recupero veranos de infancia a través de mi hija, que transita por lugares que moldearon la persona que soy. Juegos con cazuelas cogidas a mi abuela a escondidas, paseos por los caminos hasta una ermita cercana, carreras interminables alrededor de la fuente de la plaza. Los primeros compañeros de juegos, la timidez creciente, el miedo al rechazo. Revivo aquellos años y advierto que episodios banales a ojos adultos pueden dejar una profunda huella. Veo a Inés acercarse a otros niños y admiro su determinación ausente de temores, la absoluta pureza de sus actos. Dentro de mí algo quiere advertirle que es mejor ir despacio, asegurarse de que te aceptan, ser prudente. Por un momento veo en ella a la niña que fui, pero su cara, limpia de las huellas del tiempo, habla sin palabras de una historia nueva, aunque discurra por antiguos caminos.