El mecanismo de ‘protección’ se va activando desde la infancia, de forma silenciosa, sin darnos cuenta. Pasada la mitad de la vida uno toma conciencia de que todo es efímero. Embellecidas por el tiempo, recuerda entonces noches que acababan en días, conversaciones eternas, cuando ‘mañana’ era una amenaza que sonaba ajena y siempre lejana en el tiempo, la sensación de vivir momentos únicos, emociones que antes nadie conoció. Detalles insignificantes que hacen especial nuestra existencia, que atemperan la angustia ante lo absurdo de la vida.
Uno querría ahora saber dar marcha atrás, y no me refiero al tiempo, (que también) sino a ese mecanismo traidor que reprime los sentimientos y divide por la mitad la belleza de los días. Desprenderse del miedo ante los problemas, de la inquietud agorera que alerta de un futuro incierto cuando se prolongan las etapas de placidez. Quizá alguien lo consiga, yo hasta ahora no he sido capaz. Por eso agradezco a mi hija y al resto de niños que con ella han llegado a mi vida su lección cotidiana sobre el tiempo, conjugado siempre en presente. Sin miedo a sentir, ni a los pies mojados ni a los reveses del destino; sin mañana.