Paula me pidió ir a aquel restaurante italiano en donde le propuse matrimonio. Aquella solicitud, sin embargo, no llamó mucho mi atención, ya que igual visitábamos el lugar con cierta regularidad. Pero entendí el por qué había escogido precisamente ese sitio cuando puso sobre la mesa un par de escarpines amarillos
Por supuesto que hubo felicidad en mi corazón. Siempre había querido tener un hijo. Además de un excelente ejemplo que yo tuve con mi padre, el bebé llegaba en un momento muy bueno: con mi esposa siempre planeamos recibirlo pasados los dos años de matrimonio, lo que efectivamente se estaba dando; y hace poco nos habíamos pasado a nuestra casa propia, por lo que todo estaba listo para su llegada.
Pero mientras observaba los ojitos iluminados de Paula, y escuchaba sus palabras llenas de emoción y alegría, en mi mente una voz (¿mi conciencia?) me cuestionaba sobre si estaba igual de feliz que ella por la llegada del bebé. Esa misma voz me decía que no, que si bien me había alegrado la noticia, no es que estaba en las nubes de la ilusión. Y eso me inquietaba
Y me siguió inquietando mientras los próximos abuelos reaccionaban eufóricos con la noticia y nos felicitaban; cuando fuimos a la tienda para bebés para adquirir (noveleros) unos chupones; y hasta cuando asistimos al control de rutina con el ginecólogo.
Insisto, no digo que no se me daba nada, todo lo contrario: me sentía feliz y listo. Mi hijo era esperado y deseado. Pero si hubiese querido medir la reacción de ambos en la “escala del entusiasmo”, del uno al 10, diría que Paula estaba en un 20 yo con suerte llegué a los cinco, y ese fue el pico más alto cuando oí el “tum tum tum” del corazón del bebé en el eco de rigor.
Y así pasaron las 38 semanas, mientras hacíamos la sicoprofilaxis, comprábamos la ropa y arreglábamos el cuarto para el bebé. Hasta que llegó el día. Un lunes 10 de septiembre de 2007, 13:12, José Fernando lloró al mundo por primera vez Yo grabé todo el alumbramiento y sus primeros movimientos. Pero cuando me lo pasaron y lo tomé en brazos, el medidor del entusiasmo alcanzó una nueva marca: los ocho puntos sobre 10. Y es que verlo tan pequeño, tan frágil, y saber que es tuyo, la prueba de tu trascendencia en el mundo, fue algo especial.
Especial también el llevarlo a casa y, con el paso de los días, hacerlo dormir, darle de comer (mi esposa estaba algo débil en el postparto, por lo que varias veces se extraía la leche y yo se la daba en una teta), cambiarlo, olerlo, acariciarlo; lo que hizo que el medidor alcanzara, al fin, su marca esperada: 10/10. Confieso que respiré aliviado cuando eso pasó.
Lo que no imaginé, ni de lejos, es que cuando empezó a sonreír (y luego a sonreírme) a mover sus manitas cuando me veía, a balbucear, a acariciarme, a babearme, ese medidor de mi alegría alcanzó los 11, 15, 20, 50, 200, la enésima potencia y todavía sigue hacia arriba Hay un detalle que no olvido y que nunca lo haré. Mi mejor momento de cada jornada era cuando tocaba la hora del baño (ya para ese entonces lo hacía en la ducha).
El calor, el agua, el contacto, las risas. Como todo ello era antes de que duerma, aprovechaba para, con los dedos, masajear su espalda. Y lo hacía cada una de las noches. José Fernando habrá tenido unos 5 meses, cuando mientras estábamos abrazados, sintiendo la caída de agua, empecé a tocar repetidamente su espalda con los dedos, como siempre. En eso sentí exactamente el mismo movimiento con su manita, esta vez en mi espalda.
Fue su primera interacción directa conmigo, en la que claramente me estaba demostrando su cariño el chorro de la ducha se hizo más fuerte, no porque haya aumentado la presión, sino porque de mis ojos empezaron a emanar lágrimas de felicidad como nunca antes la había sentido ese día me di cuenta de que me había enamorado una vez más me había enamorado de un hombre
EL HOMBRE, UN SER DE CONTACTO “CONSTANTE”
El ejemplo/autoconfesión de las líneas anteriores pretende mostrar una realidad que la traslado a muchos de mis congéneres. Los hombres, en cuestión de hijos, nos vamos enamorando paulatinamente. Si bien sufrimos un flechazo natural ante un ser por el que le corre la misma sangre (una cuestión de pertenencia, de lazos, de genes), el amor verdadero se va consolidando cuando compartimos, cuando tenemos ese contacto constante.
A diferencia de lo que sucede al fijarnos en una pareja (donde generalmente el único sentido que usamos es la vista) aquí el amor no solo nos entra “por los ojos”, sino que, para que se sustente, debe hacerlo por los sonidos, las caricias, o los olores, traducidos en malas noches, cambios de pañal, fiebres, la canción de cuna antes de dormir, los juegos y un largo etc.
Entiéndanlo, no es por un tema de insensibilidad o idiotez sino que, a diferencia suya, venimos a conocer a los hijos cuando nacen; ustedes ya lo sienten (textualmente hablando) desde sus primeros achaques, cuando apenas tienen unos milímetros de ser (ya parezco Maduro). Recuerden que durmieron mal o muy mal durante 9 meses, mientras nosotros roncábamos a pierna suelta
Esto cobra una triste importancia en los rompimientos de las parejas. Como suele suceder, los hijos tras una separación se quedan con su madre y, lastimosamente, en las más de las veces, aparecen más temprano que tarde las quejas de apatía, indiferencia e incluso abandono por parte de los padres. Y es precisamente por eso, por la falta de contacto.
No pretende ser, para nada, una justificación. Creo que los hombres que no están ahí en un acto navideño, una caída de la bicicleta o simplemente en el hecho de dar los buenos días a los pequeños se pierden momentos irrepetibles, invaluables bajo cualquier punto de vista. Pero así actuamos, nos mueven más los temas sensoriales que los sentimentales.
Por eso, cualquier tipo de contacto es ideal. Eso de que el padre, incluso desde antes de que nazca, esté más involucrado en escoger la decoración del cuarto de su hijo, de acompañar a la madre a los cursos de respiración, de hablarle y ponerle música; y luego, que sea quien lo alimente, lo bañe o lo cambie de pañal de forma reiterada es muy importante en el afianzamiento de ese lazo.
La madre, por tanto, debe fomentar/apoyar/presionar/ordenar al padre para que lo haga (ustedes saben cómo hacerlo). Luego, el mismo bebé nos irá involucrando en su vida y, al enamorarnos, hará que no nos podamos desprender nunca más
@RenanOrdonez
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