No

El mundo del ‘no’ y sus satélites merecen un capítulo aparte, o dos, dependiendo de lo profundo que estemos dispuestos a excavar. Tan breve y sencilla como difícil de pronunciar, muchos tenemos todavía atascada una palabra maldita que empleamos menos de lo que querríamos. Quizá porque es como el amor y la verdad, tan potentes que pierden su ser cuando se dicen a medias o con atenuantes.
no

No sirve de mucho lamentar lo que no tiene remedio: las veces que era ‘no’ y accedimos, las que dimos nuestro brazo a torcer tras negarnos, las que simplemente callamos y lo dejamos correr. Los que sufrimos de masoquismo retrospectivo registramos cada negativa frustrada como una derrota, una oportunidad perdida para mejorar nuestro pequeño mundo, un error de consecuencias tan imprevisibles como merecidas.
Con un hijo, la palabra ‘no’ adquiere una nueva dimensión y pasa de ser casi tabú a un recurso necesario que hay que administrar con precaución. Existe el riesgo de obtener justo el efecto contrario al deseado; así lo viví al menos durante mi etapa de hija. Con la audacia del principiante, me he marcado unos principios que de entrada reconozco casi irrealizables. El ‘no en positivo’ significa que todo es posible en principio, excepto si entraña peligro, responde sólo a un capricho o molesta a los demás. La negativa debe responder siempre a razones objetivas, que intento explicarle con amor y una paciencia de la que carezco.
Ajena a mis cautelas, Inés ha encontrado su nueva palabra favorita, que suena con inesperada contundencia en su voz infantil. La fuerza de sus negativas me preocupa o fascina según el momento. Curada de euforias juveniles, había olvidado que ‘no a todo’ es en algunas etapas toda una declaración de principios, el mejor modo de demostrar que estamos vivos y hemos venido al mundo para dejar nuestra huella.

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