Soy hija de esa infancia hoy idealizada en la que jugamos con palos, piedras y todo lo que pillábamos en la calle. En aquella época los niños lográbamos antes la autonomía, pero a cambio recibíamos una buena ración de miedos. ¿Quién no recuerda al hombre del saco, o a aquel otro señor que repartía caramelos con droga a la salida del colegio? No sé de nadie que se topara con ellos, pero ambos gozaron de un protagonismo innegable en nuestros primeros años.
Como ya apenas los oigo nombrar, los imagino disfrutando de una jubilación merecida, la misma en la que de momento tenemos al Ogro Comeniños de Pulgarcito y el lobo que se zampó a Caperucita, las siete cabritas y los tres cerditos. Quizá más adelante haya que rescatarlos, todavía no sé cómo, en la difícil misión de hacer entender a mi niña, sin miedo pero con precaución, que en esta vida se topará con personajes mucho más despreciables y dolorosamente reales.
Ojalá palos y piedras fueran los mayores peligros que nuestros hijos van a encontrar en su vida. O mejor aún: ojalá sirvieran para luchar contra este mundo terrible que les ha tocado. Pero me temo que esa misión requiere de armas más poderosas; eso de que David venció a Goliat es solamente otra leyenda.