A veces le observo cuando está con Inés, un poco a escondidas, y no deja de fascinarme el amor inmenso que veo en sus ojos. Aunque son muy diferentes, recuerdo entonces a mi padre y retrocedo cuatro décadas, cuando llegaba a casa y me abrazaba, oliendo a serrín y con el lápiz mordido todavía en la oreja.
Los abuelos, esos hombres que hasta ayer fueron sólo nuestros padres, miran también a través de esos ojos llenos de cariño y desconcierto, con sus aciertos y errores. Son la figura con la que mantuvimos desencuentros, conflictos incluso, y un día por fin nos reconciliamos, para quedarnos sólo con todo lo bueno que nos dejaron. En nuestro caso son hijos de otra época, en la que el hambre, la represión y los problemas eran de verdad. Eran tan fuertes que nada podría con ellos, nunca pensamos en las leyes inexorables del tiempo. Son esos hombres que, cerrado el círculo, y más con el corazón que con la cabeza, un día entienden que es el momento de ir replegando velas y contemplar serenamente el paisaje hasta llegar a puerto.
Hoy más que nunca, te quiero, papá.