Parecidos razonables

Un tópico bastante repetido asegura que llega un momento, a partir de cierta edad, en el que acabas pareciéndote a tu madre. Muchas lo asumen como verdadero no sin cierto miedo porque, en mi generación al menos, la madre era durante demasiados años esa señora mayor que no sabía nada de la vida, criticaba todo lo que hacías y no te comprendía. Así la veías aunque te llevara poco más de veinte años, algo por entonces bastante común.

Pero algo tiene el paso del tiempo, porque el caso es que un día la entiendes a ella, quizá por eso de empezar a pareceros. Descubres un día sus arrugas en tu cara, la misma premura para lavar los platos sucios, idéntica indiferencia o pasión por la ropa. Reparas en que ambas -ella alguna más- no habéis cambiado de peinado en décadas.

Me pregunto si Inés se parecerá a mí. Hoy por hoy parece difícil que sus rasgos puedan asemejarse en algo a los míos, no sé qué sucederá con su forma de ser. Mi infancia, la de mi madre, la de la niña que juega hoy en la arena del parque; tan diferentes, unidas sólo por la genética y el tiempo. Todo en los niños es nuevo, aunque en sus palabras y gestos asomen a veces las huellas de los que los precedieron.

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Me pregunto si quiero que Inés se parezca a mí  y respondo sin vacilar que no, que tiene derecho a su propia vida, sin lastres de un pasado ajeno y poco glorioso. El otro día sin embargo dudé de la sinceridad de mis propósitos, cuando al ponernos los zapatos para salir reparé en el sospechoso parecido de nuestras botas, sólo diferenciadas por dieciséis tallas. Pensé si no era demasiada casualidad que también coincidiéramos en el color del jersey y los pantalones.

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