Andaba yo el sábado por la mañana en el parque con Maramoto, aprovechando los rayos de sol que hacen más llevadero el frío, cuando de repente apareció por allí una mamá con una niña de la edad de nuestra pequeña saltamontes con la que suelo coincidir a menudo. Y mientras las dos peques ponían a prueba sus límites y se jugaban la cabeza subiendo de la forma más inverosimil posible a los columpios, ambos (mamá de niña y un servidor) entablamos una conversación marujil (el marujismo es trendign topic en casa, ya sabéis) que acabó desviándose hacia el tópico (“Qué duro es esto de la m(p)aternidad”, “si me lo dicen, no me lo creo”, “no puedo con la vida”, “llevamos meses sin dormir”…), antes de sacar el tema de los divorcios. Ella, me comentó, tenía cerca a bastantes parejas conocidas que se habían separado al poco de ser padres. La última, me dijo, cuando el peque apenas tenía nueve meses. Aunque este divorcio, para ser sinceros, no debería contar en las estadísticas. Según me dijo, su amigo se apañaba tan poco (y mal) con el bebé que desde que se había divorciado, cuando quedaba con el resto de su pandilla a tomar unas cervezas, se llevaba con él a sus padres para que cuidasen del niño. Muchos meses me parece a mí que aguantó su mujer.
Bromas al margen, que no es un tema para hacerlas (aunque cuando se lo conté a la mamá jefa, se le escapó una carcajada de incredulidad), el tema de los divorcios se vino conmigo a casa y nos acompañó durante la comida. Sólo tengo un par de amigos con hijos y de momento siguen felizmente emparejados, pero lo cierto es que todos hemos escuchado historias, cada vez más habituales, de parejas que se separan durante los primeros años de vida de sus hijos. Estudiar las causas de este fenómeno me parece complejo: puede que Zygmunt Bauman estuviese en lo cierto y la familia haya acabado convertida en una relación pura en la que cada socio puede abandonar a los otros a la primera dificultad; puede que también estuviese en lo cierto cuando afirmaba que “la vida líquida es una sucesión de nuevos comienzos con breves e indoloros finales”; puede que la sociedad líquida, que nos ha empujado a una maternidad/paternidad en soledad y falta de apoyos, también haya puesto su granito de arena; o puede que, como diría mi abuela, con toda su carga filosófica y la sabiduría que le otorga la edad, los jóvenes de hoy en día no aguantemos nada. Puede ser.
Lo cierto es que el nacimiento de un hijo, con toda la felicidad y la ilusión que trae consigo, también supone un terremoto para la pareja. Decía Antonio Scurati en El Padre Infiel, libro que os recomendé la semana pasada, que la pareja muere un instante después de nacer la familia. No sé si el cambio es tan drástico, pero es evidente que la pareja da paso a otra cosa. Supongo que el cambio se da en parte porque también cambiamos los progenitores. Muchas madres, sobre todo, que toman consciencia de su maternidad, de su fortaleza, de su poder, de sus ganas por cambiar las cosas, el statu quo, lo establecido. Resulta fascinante ver esa transformación. Diría que es una de las cosas más preciadas que me ha brindado la paternidad. Ver ese cambio en Diana, verla convertirse en algo aún más grande y maravilloso de lo que ya era antes de ser madre. También cambiamos los padres, por supuesto. Menos, porque la biología no nos acompaña, pero afortunadamente cada vez en mayor número. Y, por tanto y de forma inevitable, cambia la pareja. Y creo que en este punto, si una de las dos partes no sufre la metamorfosis, crecen los conflictos. Ahí están los hombres que se sienten desplazados, celosos de unos hijos que les han robado el tiempo que antes era para ellos.
Luego está la crianza, fuente permanente de discusiones cuando ambos progenitores no creen en los mismos métodos y reman cada uno en una dirección diferente. E irreconciliable. En esto también soy un afortunado por tener cerca a la mamá jefa. Y luego están las noches sin dormir, las rabietas y el agotamiento extremo que todo lo enfangan, convirtiendo cada nimiedad en un foco de conflicto en potencia. Siempre digo que apenas recuerdo discusiones con Diana antes de ser padres. Tampoco es que ahora sean muy fuertes, pero lo cierto es que han aumentado de forma extraordinaria en frecuencia. Y en un 99% de los casos por tonterías que antes hubiésemos solucionado de forma muy rápida y sencilla. Ahora, después de dos años sin dormir y de días que se suceden entre lloros y gritos, las malas contestaciones, las malas caras y los malos entendidos han colonizado un espacio que antes no tenían. Imagino que es inevitable.
Ya lo tenía más o menos claro antes de ser padre, pero 27 meses de experiencia en esto de la paternidad me han reafirmado en una idea: Es increiblemente importante que una pareja que decide dar el paso esté muy unida y consolidada, que tenga unos cimientos fuertes para soportar al terremoto que viene tras el parto. De lo contrario, llegan los divorcios. Es el único consejo que le daría a un amigo si me consultase porque se está planteando ser padre. Le diría que tenga en cuenta que la falta de tiempo, el cansancio que todo lo impregna, el estrés diario, el no llegar a nada y el silencio que se adueña de la casa cuando el bebé duerme y no quedan fuerzas ni para hablar van a ser una prueba de fuego para la pareja que mide la resistencia de esos cimientos, la capacidad de remar juntos y en la misma dirección para alcanzar la orilla cuando la barca queda a merced de un mar embravecido.
Y le diré también que no hay nada en este mundo que te pueda hacer sentir más orgulloso que todo el esfuerzo realizado mano a mano con tu pareja para alcanzar esa orilla. Que pese a todo, es maravillosa la muerte de la pareja si lo que nace después es una familia. Que aunque muchos días me siga preguntando dónde me he metido, lo volvería a repetir una y mil veces. Que es precioso cambiar, hacerlo junto a la mujer que quieres y ser consciente de ello. Y que las malas contestaciones, las malas caras y los malos entendidos, que los habrá (por supuesto que los habrá), no dejan de ser, como recita Elvira Sastre en ‘Ahora’ de Diego Ojeda, una invitación al “polvo de reconciliación de todas esas discusiones que en el fondo solo son excusas para encontrar nuevas formas de quererse”.