Por si alguien pudiera sentir tentaciones, debo aclarar que nada en el interior merece el esfuerzo de ser robado. Esto explica lo que podría parecer descuido o un exceso de confianza en el género humano; uno está tranquilo cuando no tiene mucho que perder. La falta de bienes materiales será para algunos sinónimo de fracaso vital, a mí en cambio me genera una tranquilidad que se parece mucho a la libertad. Los quebraderos de cabeza que acarrean los bienes me producen cierta pereza, quizá por eso nunca envidié demasiado a sus dueños.
Sí sentí celos en varios momentos de los que tenían hijos, pese a saber que tras su llegada se acabaría lo de abrir y cerrar las puertas de la vida con descuido y sin temor a las consecuencias. Cambiar de escenario, de compañía, de rumbo, es sencillo cuando las posesiones y los vínculos sentimentales son pocos. Si pensamos en nuestros hijos, los avatares del mundo y el futuro adquieren significados nuevos y a veces amenazantes, ninguna puerta parece lo bastante sólida para protegerles.
Hace unos días, Inés desapareció en un momento de descuido mientras volvíamos de noche a casa. Supe lo que es el pánico mientras gritaba su nombre y la buscaba en portales y calles oscuras llenas de coches. No pasarían más de treinta segundos que se me hicieron interminables hasta que la encontré tras una esquina, con sus ojos redondos mirando entre extrañados y divertidos. Un impulso raro me levantó de la cama aquella noche para cerrar por primera vez la entrada con llave, pero al hacerlo en lugar de seguridad sentí un ramalazo de inquietud: el miedo se había quedado a este lado de la puerta.