Por aquello de que no hay dos sin tres o porque a mi esto de darle al ganchillo me relaja, en estos días de fiestas navideñas, entre turrón y turrón, he conseguido terminar mi tercera manta hogareña.
Esta es quizás mi preferida, por los colores escogidos y porque una, modestia aparte, empieza a tener un poquillo más de agilidad y estilo con la aguja y la lana.
Ha sido un año de conformar cuadros y más cuadros (con el parón veraniego, claro está, que con el calor y el sudor es bastante osado intentar que la lana se deslice por los dedos). Miles y miles de puntos, cadenas, pilares, remates. Escogiendo combinaciones de colores, cuadrando series (mira, ahí me han ido bien los ejercicios de mis pequeños cerebrines). Para conseguir, al final, que madejas y más madejas y cuadros apilados en una bolsa se conviertan en una bonita manta para hacer más acogedoras las veladas invernales en el sofá.
Cada punto recoge un pensamiento, una reflexión. Pues a medida que la lana se convertía en un pilar, mi mente volaba, se relajaba. Sentada junto a mis pequeños, mientras ellos construían robots con sus piezas de construcción o dibujaban mil retratos de mamá; o conversando con el papá de las criaturas, cuando estas dormían exhaustas en sus camitas al final del día.
Con esto de tejer me pasa un poco como cuando empiezo un libro que me engancha. Quiero llegar al final para conocer el desenlace pero entonces me queda un vacío extraño. Me falta algo. Habrá que pensar en una cuarta creación.
Fuente: este post proviene de Anda si es mamá!, donde puedes consultar el contenido original.
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