Pero como suele pasar en esto de la maternidad, y me temo que está comprobado por muchísimas madres, en cuanto te confías y crees que todo va como la seda, la realidad te vuelve a poner en tu sitio. Cuando crees que lo tienes controlado, que puedes hacer recados en un tiempo más o menos razonable, por ejemplo, descubres que todo era un espejismo y que nunca has tenido el control. ¿En qué película decían eso de que nunca has tenido el control, es sólo que te habían hecho creer que lo tenías? Porque han dado en el clavo.
Me quejaba yo en su día de que ir de tiendas con un bebé era un infierno, pero me temo que todo es susceptible de empeorar y que sólo el tiempo demuestra que los agobios de los primeros meses son sólo para ir cogiendo fondo para lo que viene después. Aquello era un paseo de rosas comparado con acercarse a un centro comercial en plena vuelta al cole y con la operación pañal descontrolada, además de un niño de dos años que huye de la mano de su madre y escapa a investigar por su cuenta y riesgo.
Pasaré de largo de contar que el centro comercial estaba entonces (hace ya dos semanas) hasta arriba de madres y padres con el mismo objetivo y que la tienda de fotografía, saturada de familias que buscaban hacer su libro de fotos para la guarde y la escuela, estába colapsada. Dejaré de detallar los agobios para conseguir que el usb descargara las dichosas fotos mientras el pequeño se escapaba a la otra punta del pasillo a montarse en uno de esos coches que funcionan con monedas. Y obviaré relatar lo difícil que es buscar pantalones de chándal entre los pasillos de H&M mientras el pequeño de la casa se esconde entre las perchas y desordena todo lo que pilla.
Porque lo bueno viene al final de la tarde (como siempre), en la cola de la caja de la tienda y cuando al pequeño le da por jugar con los coches casi en la puerta de entrada. “Ponte junto a mí, aquí debajo de estos expositores”, le digo. Y el pequeño, que es un pedazo de pan, lo hace. Dos minutos después me avisa de que ese charco amarillento que hay junto a él nos pertenece.
Por suerte, los encargados de la tienda me echan una mano enseguida y aparecen con la fregona mientras dejo mi sitio en la cola y trato de arreglar con toallitas el desaguisado (benditas toallitas). Al volver a la cola, el pequeño no puede aguantar más y escapa de la tienda, conmigo detrás, hasta que nos suenan las alarmas porque no me ha dado tiempo a dejar la ropa en el mostrador de la caja. “Sí, soy yo, la del pis”, le sonrío con vergüenza a la dependienta.
Por fin, a punto de pagar, veo por el rabillo del ojo que el pequeño empieza a hacerme señas raras y a contarme algo que le ha llamado la atención. Señala a un hombre negro alto, se toca la cara y el brazo gritando para que me entere de que su color de piel es extraño. Le entretengo porque no es tiempo de explicaciones sobre las diferentes razas y al fin, después de pagar y encaminarme airosa (o sudorosa, más bien) de la tienda, nos despide de nuevo la alarma y las miradas de todos los que no se han perdido ni un minuto de nuestro show. La dependienta se me acerca nerviosa pidiéndome perdón. “Con el día que llevas y me dejo de desalarmarte los calcetines”, se disculpa.
Pero podría haber sido peor. Podría haber sido caca, por ejemplo. Sin duda, habrá tardes peores que ésta, y vendrán cuando menos lo espere. Es sólo una de esas tardes en las que pienso en palmeras.
¿Más tardes horribilis? También me valen mañanas
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