Imagen vía El Huffington Post
A menudo, se responsabiliza al pobre Walt Disney del machismo, la violencia de género, los desórdenes alimenticios, el cambio climático y del grano que me ha salido en la barbilla esta mañana (sí, qué pasa, de eso también), siendo incluso materia de debate en algún extinto Ministerio.
Yo crecí con La Bella Durmiente acostada plácidamente en su cama, esperando durante cien años, ¡cien años! un beso de su príncipe azul que la despertara, con Blancanieves catalépsica perdida, con un pie en este barrio y otro en el más allá, a punto de ser enterrada viva de no ser por otro príncipe y otro beso. Crecí con una Cenicienta a la que el frotar no se le acabó hasta que un mozo de sangre azul le dijo "nena, tú vales mucho" y la sacó de pobre.
Pero también crecí con un padre que hacía (y hace) las mejores patatas fritas del mundo mundial, con una madre que estudiaba y estudiaba y que hizo una carrera, de las más largas, mientras criaba a sus dos hijos. Crecí con un padre que me llevaba a buscar bichosbola y a meter palos en hormigueros y con unos padres que siempre me dijeron "nena, tú vales mucho".
Sí, es cierto, la mayoría de los cuentos son machistas. En la mayoría hay una princesa muy pánfila incapaz de sacarse las castañas del fuego y que espera a que venga un chulazo, a ser posible de sangre azul, a resolverle la vida. Pero también hay brujas malvadas que se comen a hermanitos, lobos que tiran soplando las casitas de unos cerdos, judías que hacen crecer plantas que llegan hasta el cielo y lobos travestidos que quieren comerse a niñitas cuyas madres permiten que vayan solas por un bosque plagado de peligros.
Los cuentos son cuentos, historias para entretener. Igual que advertimos a nuestros hijos de que Superman es de mentira y de que por nada del mundo deben intentar volar, los cuentos de princesas han de ser valorados en su justa medida.
Sí, yo crecí rodeada de blancanieves, cenicientas, auroras y princesas del guisante, pero siempre, siempre, quise ser como mi mamá.