Hoy toca entrada metafísica, que te invito a leer acompañado de Ludovico Einaudi – Tu sei (abre en una ventana nueva), nada que ver con muebles, lo siento. El lector se reserva el derecho a continuar leyendo o cambiar de blog.
Estás harto de oír siempre los mismos tópicos: “un hijo te cambia la vida”, “mis hijos me hacen ser mejor persona” y demás repertorio que te suena hasta empalagoso…
Estás harto de oírlo hasta que te toca, claro. Y entonces te das cuenta de que a veces los tópicos son verdad. Te das cuenta de que, no es que te cambie la vida por nuevos horarios y costumbres (que también), sino porque de repente ves claro que nunca tendrás tanta influencia sobre alguien como sobre un hijo. Para lo bueno y para lo malo. Y eso es muy fuerte.
Un buen día, en un determinado momento, te abstraes: tu yo observador se despega de tu cuerpo y se coloca en una esquinita para observar la situación desde fuera (a vista de pájaro, muy silenciosamente para que nadie se entere de que está ahí) y que seas consciente de lo importante que eres para ese personajillo de casi 4 años que demuestra que la genética pesa mucho, y que el ambiente también hace su trabajo: porque a veces es una fotocopia tuya, súper cariñoso, con tus salidas folclóricas que se tornan en mal carácter de vez en cuando, y otras veces saca los rasgos de papá -como el silencio, la observación, el “cuadriculamiento” y una lógica asombrosa- e incluso demuestra aportar sus propios rasgos personales e intransferibles.
Todos sabemos -no sólo por algún acertado anuncio de IKEA- que los niños repiten muchas cosas que ven en casa, pero si hablamos del lenguaje… eso ya es la leche: En sus primeros 3 años de vida el retoño ha pasado de emitir pequeños sonidos guturales a casi recitar a Espronceda. Bueno, a Espronceda no, pero sí a repetir como un lorito frases hechas, expresiones, gestos… y dejarlos caer con una gracia cortijera digna del mayor actor de teatro del East End; porque las deja caer en su contexto demostrando que, aunque nadie se las haya explicado, las entiende perfectamente.
Tu yo positivo -y un tanto vanidoso- encuentra estupendo que el personajillo resulte una fotocopia tuya. Sin embargo el yo inseguro tiembla sólo de pensar que igual que lo bueno, le puedas transmitir lo malo: tus arranques de mal humor, tus miedos (qué peligrosos los miedos) e inseguridades… y ¿qué toca entonces?
Fingir. Y seguir fingiendo. Ejemplo: Tú odias nadar, pero para que tu hijo aprenda y no sufra tu trauma, le cuentas la milonga de que nadar es “súper divertido, bla bla bla…”; o te da pánico volar, pero para que no herede tu miedo ya le estás enseñando una foto de un amiguito suyo mientras le dices: “¡Qué chachi! Fulanito se ha ido a ver los abuelitos en avión! ¡Tenemos que hacer algún viaje y coger el avión, que aún no te has subido, ya verás cómo mola!” y ya estás haciendo números para ir a una terapia y tratar de superar los mareos, retortijones, sudores fríos y palpitaciones cada vez que te encuentras en la cabina de un avión. O eres un gritón empedernido, pero como a tu hijo le dices que no levante la voz, estás obligado, por la tercera enmienda de la constitución no escrita de todo padre, a bajar tu propio tono, porque seamos sinceros: ¡no vas a tener la jeta de exigirle a tu hijo una cosa cuando tú haces lo contrario…! (unas veces lo consigues, y otras no tanto).
Y es que las mentes de los niños son tan moldeables que no te extraña, por ejemplo, que en un período tan breve como pueden ser 12 años unos terroristas puedan ampliar cantera metiendo ideas radicales a base de repetir lo mismo día tras día a unos pobres niños que no escuchan otra cosa desde bebés. (Si lo piensas, es tan fácil manipular esas pequeñas e inocentes mentes que te da hasta miedo).
Pero prefieres pensar que esa es una minoría, y que cada vez los padres estamos más concienciados sobre la importancia de “manipular en positivo” y transmitir los valores correctos a nuestros hijos, porque son lo más valioso que tenemos. Si nosotros como padres, educadores, etc. hacemos el esfuerzo de inculcarles pasión por la vida*, estaremos fomentando una generación más sana a todos los niveles, más fuerte y más feliz. Hoy quiero ver la botella medio llena y pensar que estamos en el camino.
Así que, sí: nos cambian la vida, la personalidad, y por ende, nos hacen ser mejores personas.
*alegría, seguridad, amor, ética, humanidad, compasión, empatía, creatividad, sociabilidad, curiosidad, respeto por el medio ambiente, expresión de emociones, pasión, ilusión, compañerismo, perseverancia, humildad, sentido de la justicia, educación, hábitos sanos, autoconfianza, libertad…
¡Hasta pronto!
Laura