Tras una década sin más compañera de hamaca que la lectura (Millennium y similares, que para eso es verano) regresamos a casa sin haber pasado apenas página pero con la maleta llena de amigos. A diferencia de los libros, los niños de dos años tienen la mala costumbre de pegarse como lapas a otros humanos de tamaño similar. Su inconsciencia total les impide plantearse si su compañía es o no deseada o si invaden escenas de intimidad familiar. No le ocurre lo mismo a su adulto acompañante, a medias entre la sonrisa de circunstancias y el deseo de desaparecer.
En los últimos quince días, Inés y yo hemos repetido la escena decenas de veces. Mi discutible destreza con el cubo y la pala no bastaban para retenerla en nuestro microespacio playero, con la consiguiente huida hacia aventuras más apasionantes. Poco después, decidía por su cuenta con quién quería jugar y comenzaba sin más. Así conocimos a Alba, compañera por un rato de baños y abrazos, a Jorge, que con tres años fue el mayor por un día, a Alejandra, colaboradora en el empeño de vaciar el mar con una regadera, a Pablo y sus pelotas de colores, a David, experto en aviones, a Julia, que derrochó paciencia ante los continuos destrozos de sus castillos de arena, a Marco, Neo, Lola, Paula y Marta. Con ellos y sus padres vivimos momentos tan intensos como efímeros de amistad y risas y aprendí que vale la pena conocernos, aunque sólo sea para compartir juegos en una tarde de verano.