Querido esposo:
He decidido escribirte esta carta, porque con los años he aprendido que de nada sirve decirte lo que siento, por el contrario, se convierte en el detonante de los gritos y de las peleas, que también he aprendido a evitar.
Me molesté muchísimo esta mañana cuando me llamaste descuidada, y sin embargo no te dije nada, ni siquiera me tomé la molestia de explicarte los hechos. Ahora entiendo que es muy fácil criticar, cuando nunca se ha estado en el lugar del otro, sobre todo, cuando el trabajo del otro se considera un derecho adquirido por naturaleza.
He debido empezar por explicarte que no había papel en el baño, porque anoche, mientras veías en la sala el estreno de la nueva novela, nuestro hijo de dos años y medio, había movido su estómago en unas cantidades casi inverosímiles para su edad y tamaño, y que limpiar su mica me había costado mucho trabajo, para nada agradable, y que mientras lo hacía vi cómo se llevaba el papel del baño para jugar; lo vi salir corriendo con él en las manos, pero que no fui detrás, porque mis manos estaban ocupadas, sucias y estresadas.
No sé si se le pueda llamar descuido al agotamiento represado. Una vez que limpié el desastre, me puse a jugar con él y luego me tendía en la cama abrazándolo mientras veía sus dibujos favoritos, y sin querer, olvidé el papel higiénico y su paradero desconocido. Por supuesto, cuando entraste a nuestra habitación para ver cómo estaba todo, me viste acostada y supusiste que yo no hago nada, como lo piensas a menudo.
No sé si sea justo que me llames descuidada, cuando me levanto tres horas antes que tú cada mañana para organizar la casa: lavar la ropa, los platos, organizar la cocina, hacer el almuerzo, doblar la ropa seca, trapear el piso, sacudir el polvo y limpiar los baños. No creo que te quepa en la cabeza que sea posible hacer tantas tareas en tan poco tiempo, sobre todo porque cuando abro las cortinas y te llevo el desayuno a la cama, el día para ti solo está comenzando.
Quiero recordarte, que de las tres horas menos de sueño que le robo al día para ejecutar mi rol de ama de casa, solo dedico una que otra a la semana para ir al gimnasio: la única indulgencia que le doy a mi vida, pensando en mí y en mi bienestar, y de alguna forma en el tuyo, sé que no te gustaría tener una esposa llena de kilos de más.
También me gustaría que calcularas, que además del bebé, tenemos otros dos hijos, que también comen, duermen y ensucian ropa, lo que puede llegar a significar toneladas de indolente trabajo sin final; y que si por casualidad no encuentras tus pantalones favoritos en el armario cuando te los quieres poner, es porque quizás el día anterior el chiquito no me dio tiempo de plancharlos y almidonarlos como tanto te gusta, y obviamente me duele cuando reclamas su ausencia como si fuera el fin del mundo.
Y como si esto fuera poco, también trabajo, y mientras tú te tomas tu tiempo para afeitarte y ponerte presentable para la oficina, yo tiendo la cama, organizo la lonchera del chiquito y me recojo el pelo lo mejor que puedo, para salir contigo y luego concentrarme en mis tareas de oficina, sin maquillaje y totalmente descuidada por falta de tiempo.
Me gustaría que entendieras que al medio día cuando volvemos al apartamento para almorzar con nuestros hijos; mientras ves el noticiero yo caliento lo que preparé en la mañana, hago el jugo, sirvo la mesa y preparo la última guarnición; y que después cuando te sientas a tomar una pequeña siesta, yo lavo los platos, limpio y organizo la ropa que dejé lavando en la mañana. Por lo tanto, el valor de la hora de almuerzo, es y será diferente para ti y para mí.
Lo mismo sucede al final de la jornada laboral: pasamos por el pequeño a la guardería, lo llevamos a casa y mientras te quitas los zapatos y te sientas en el sofá a ver no sé qué partido de fútbol, yo juego con él, le leo cuentos, corro y río. Y que a veces busco unos minutos de sosiego y lo dejo ver los dibujos que la psicóloga no considera adecuados, con fin de poder escaparme a preparar y servir la cena. Y luego cuando ves tus novelas, series y deportes, yo agoto las últimas horas del día acompañándolo, hablando un poco con los otros hijos para al final, estar al lado del pequeño para ver un poco de televisión y tratar, muchas veces infructuosamente de dormirlo. Por lo tanto, yo no veo más de una hora de televisión a la semana, porque esos dibujos trato de evadir la tortura que es para mí ver sus dibujos animados, leyendo un poco, escuchando algo de música sin dejar de estar a su lado.
Y no es que me esté quejando, nunca lo hago, ni nunca lo haré. Solo quisiera un poco de comprensión y respeto. Me gustaría que comprendieras a que me refiero cuando digo que me siento sola o cansada, porque creo que ese último término no alcanza a caber en tu cabeza con la verdadera magnitud de lo que implica.
Tampoco es que te esté exigiendo que hagas las tareas domésticas por mí, sé muy bien que en el hogar que te criaron no existe cabida para que un hombre aprenda estos deberes. Sé que no sabes nada de cocina y que de ese lugar de la casa solo conoces el lugar en dónde están las cervezas. Pero si me gustaría que criticaras menos lo que te parece que está mal. Que, si descubres que un vaso quedó mal lavado, no corrieras a mostrármelo como si fuera la prueba reina en un juicio. Que, si el domingo me da pereza correr detrás del pequeño para bañarlo, y decido dejarlo así, no asumieras que soy una madre complaciente, sino que entendieras, que creo que todos tenemos derecho a romper nuestras rutinas, pues no deberían ser una cadena.
Perdona si después de tantos años te sigo pareciendo descuidada y mala madre, hago lo que puedo, incluso la mayoría de veces más de lo que está realmente a mi alcance. Doy tanto de mí, que a veces me pierdo a mí misma.
Sobre todo, quisiera que al final de la jornada, cuando por fin se han dormido los niños y se han acabado tus series y novelas, fueras a nuestra habitación para consentirme un rato, para que habláramos, para que fuéramos otra vez una pareja, no dos extraños compartiendo casa y una lista interminable de tareas.