Seguramente muchos compartimos historias similares. Pequeños relatos que en su día nos hicieron conocer la vergüenza, la sensación de fracaso, de fallar a las expectativas de los que más queríamos. Anécdotas sin importancia que adquieren tamaño desmesurado en una mente infantil y marcan nuestras acciones futuras, el modo de percibir y encarar las cosas.
El caso es que desde hace unos días andamos con Inés en plena ‘operación pañal’, uno de esos momentos que suelen poner a prueba el temple y capacidad de empatía de los padres. Dicen que excepto los casos (pocos) en los que los niños se adaptan a la nueva situación sin fallos, el proceso requiere toneladas de paciencia y pantalones limpios. Mientras la cambio por segunda vez en media hora y contengo mi ira a duras penas me pregunto si no estaré repitiendo viejos errores, ignorando su ritmo y haciendo las cosas porque ‘toca’, porque todos lo dicen, por no ser los últimos.
Su mirada de incomprensión ante mis reproches trae a mi mente la imagen de la hermana Miguela. El enfado se esfuma de repente. La abrazo y trato de convencerme de que sus errores, y sobre todo los míos, son la mejor oportunidad para hacerlo mejor la próxima vez, para ayudarla a crecer sin culpas, vergüenzas ni miedos.