Por primera vez, experimenté uno de esos momentos entre la risa y el bochorno tan comunes en los padres, expresión de una inocencia infantil que por un lado ponderamos y por otro nos apresuramos a ‘educar’. Recuerdo haber sido yo la ‘víctima’ en innumerables ocasiones. Una de las más divertidas fue en casa de una buena amiga, cuando Inés, que no había cumplido un año, observaba fascinada las carreras de coches de su hijo pequeño, que por entonces rondaba los tres. Cansado de aquellas intrusas, se acercó a su madre con aire confidencial y preguntó también alto y claro: ‘¿Cuándo se van a ir?’.
Sobra decir que en ambos casos la reacción de las ‘agraviadas’ fueron unas buenas risas. La libertad de palabra y obra de la infancia siempre nos devuelve placeres perdidos como pisar los charcos o exigirle a alguien sin diplomacias que nos deje en paz. Sobra también decir que la reacción es bien distinta cuando algo así sucede entre adultos. Apelar a la sinceridad, bien o mal entendida, para ser políticamente incorrectos con el prójimo no suele convertirnos en los reyes del humor.
Hay quien dice que ojalá conserváramos la espontaneidad infantil, y seguramente tiene razón, aunque confieso también cierta angustia ante eso que llamamos la verdad. Más de una vez, de dos, de diez, he querido aplazar una certeza dolorosa a sabiendas de que más pronto que tarde se impondría sin paliativos. Quizá por eso los niños me siguen provocando fascinación y respeto, y es que en el fondo siempre temo que, mientras construimos un castillo de arena, o con el cuento todavía a medias, pronuncien la temida palabra: ‘Adiós’.