Las elecciones comparten protagonismo estos días con la Navidad. Aparte de la coincidencia temporal son temas que a priori no tienen en común casi nada, aparte de que ambos implican elevadas dosis de mentira. Desde confiar (en serio) en salir de pobres con el Gordo hasta creer en declaraciones de afecto que llegan con nocturnidad y cuatro copas, hay miles de motivos para amar y odiar la Navidad, según como andemos de ánimos y credulidad.
Entre todas las falsedades, los Reyes Magos ocupan un capítulo aparte. Seguramente la duda asalta a muchos padres en el afán de no mentir sin necesidad: ¿Es lícito engañar a los niños con la existencia de seres imaginarios? ¿Realmente es necesario todo lo que implican? ¿Responden a la ilusión de los hijos o de los padres?
Personalmente he decidido alistarme en el bando de los embusteros. En nuestra casa entrarán Melchor, Gaspar y Baltasar, el ratoncito Pérez y hasta Papá Noel si no hay más opción. Tampoco perderemos ocasión para la magia cotidiana, creer que lograremos que salga el sol y se disipe la niebla si lo deseamos de verdad, que los semáforos cambian de color cuando mamá sopla fuerte.
Deseo que Inés viva la ilusión, imagine imposibles y luche por alcanzarlos. Casi nada lo es, y si no que se lo pregunten a los que las urnas han encumbrado a lugares que ni en sus mejores sueños osaron alcanzar.