Digamos que este post podría ser una película de acción que acaba en comedia de enredos. Los que todavía no hayáis sido papás, lo viviréis en vuestras carnes cuando lo seáis. Los que ya lo sois, sabréis de qué hablo. O puede que no. Muchas veces Diana y yo, cuando vemos a otros padres pasear tan tranquilamente con sus hijos, pensamos que debemos ser el mayor desastre del mundo. Al menos en lo que a planificar una salida se refiere. Entre trastos e incidentes varios, salir de casa llegó a convertirse en una odisea. Puedo decir con orgullo que ahora ya lo tenemos mucho más controlado. O un poco más dominado. Tampoco es cuestión de tirar las campanas al vuelo. Como diría cualquier futbolista en una de esas ruedas de prensa repletas de tópicos: “Ni antes éramos tan malos, ni ahora somos tan buenos”.
Pero fuimos muy malos. Unos negados en toda regla. Durante las primeras semanas decidimos que fuese yo quien hiciese la compra y cualquier recado doméstico que se terciase. La idea era no mezclar a nuestra indefensa y pequeña comadreja con la muchedumbre que llena e infecta los sitios cerrados de gripes y virus varios. Pero claro, eso no quería decir que renunciásemos a salir los tres juntos a dar una vuelta y aprovechar el cálido mes de octubre que hemos vivido para que Mara cogiese color y respirase el aire de la calle. Lo que pasó, por regla general, es que siempre que estábamos listos para salir, emocionados con la idea de dar un paseo en familia, la pequeña nos tenía deparada una sorpresa. Éstas podían ser de dos tipos. Por un lado, ponerse a llorar como si no hubiese mañana para que su madre le diese la teta. Por otro, hacerse caca y manchar con su mejunje todo lo que pillase a su paso. Así que al final, lo paseos, cuando conseguíamos darlos, eran más bien caóticos.
El punto álgido de nuestros intentos de salida lo alcanzamos hace unas semanas, cuando a eso de las ocho de la tarde de un día cualquiera decidimos mezclar a nuestra niña con el mundo e ir a Ikea. Para que os hagáis una idea gráfica de la situación, diremos que Ikea se encuentra a cinco minutos en coche de nuestra casa. Y para que entendáis a la perfección el drama, confesaré que tardamos una hora en entrar en sus instalaciones. ¡Una hora! Primero tuvimos que parar a mitad de camino para que la niña saciase su hambre. Luego, una vez ya en el parking, Mara se puso de nuevo a llorar y su mamá tuvo que volver a satisfacer sus necesidades. Un pozo sin fondo la pequeña. El Papá en prácticas, no obstante, tiene que reconocer que le vino bien esa media hora de parón en el aparcamiento de Ikea, porque ese fue el tiempo que tardó en descubrir cómo se montaba la maldita Maxí-Cosi en la estructura del carrito de la niña. No hay mal que por bien no venga…
Aquella experiencia, de la que aún nos reímos a carcajada limpia cuando nos acordamos, marcó un punto de inflexión. Decidimos que teníamos que tomar las riendas de la situación (en la medida de lo posible) y empezar a hacer cosas con nuestra renacuaja a cuestas. Y lo primero, cuando vimos que Mara iba más que feliz en la mochila y en el fular portabebés, fue prescindir del carro en nuestras salidas. La peque aguanta mucho más y mejor cuando va recostada sobre nuestro pecho. Así que con la mochila o el fular (según la ocasión) y una bolsa a la espalda con el kit básico de supervivencia (conjunto de recambio, toallitas, pañales, manta…), hemos empezado a volver poco a poco a retomar algunas rutinas que teníamos antes. El sábado pasado, sin ir más lejos, Mara estuvo en su primera exposición en Matadero Madrid y luego nos acompañó a comer a la Gourmet Experience de El Corte Inglés en pleno centro de la capital. Por fin los tres juntos. Haciendo cosas de la mano. Creo que nunca me ha sabido tan bien una hamburguesa.