Cuando eres madre y el día a día te absorbe de tal manera que no crees que nunca vayas a salir de la montaña de pañales, ropa sucia, papillas, y demás, a menudo cuesta ver el paisaje y ver la vida con cierta perspectiva. En momentos de agotamiento y extenuación, nunca te imaginas que tu esfuerzo pueda llegar a tener resultados tan maravillosos.
Porque si tener un hijo es un auténtico milagro de nuestra existencia, ver cómo un ser humano va alcanzando grandes hitos no tiene precio. Llevamos seis años en casa haciendo el mismo ritual nocturno, uno o dos cuentos antes de dormir. Cuentos, algunos de ellos, leídos del derecho y del revés, de los cuales no se cansan mis pequeñas creaciones.
Cuando leo con un ojo medio abierto y otro a punto de cerrarse, con la voz quebrada por el cansancio de todo el día, a veces pienso que lo único que hacen es oír sonidos y tonos de mi voz. Pero no. Esas lecturas diarias, sin desfallecer, un día tras otro, no caen en saco roto. No son sólo un momento de tranquilidad, de relajación, de frenar el ritmo loco del día. Sirve también para que mis pequeños artistas me regalen más milagros como el de su existencia.
Hace unos días, mi pequeño gran hombre me regaló una preciosa versión de la Caperucita roja escrito por él mismo, paginado con precisión y entregado a su mamá con absoluta emoción. ¿Os lo podéis imaginar? Quedé alucinada cuando vi cómo mi precioso bebé se había convertido en un pequeño escritor. Y detrás de él, su hermana, imitadora incansable de su modelo a seguir. No quiso ser menos y está escribiendo también su versión de la Caperucita roja. Con letras mayúsculas, que la letra atada aún no la domina, pero con un entusiasmo que me ha dejado pasmada.
Regalos como estos demuestran que los hijos son, verdaderamente, un regalo incomparable en nuestras vidas. Y que el esfuerzo por enseñarles, educarles, formarlos, si he hace con tesón y perseverancia, llega a tener sus frutos.