Para un negado en la planificación, resulta fascinante la claridad con la que otras personas encarrilan desde muy pronto su camino: qué estudiar, en qué trabajar, dónde y cómo vivir, y sobre todo con quién. Pero la duda siempre aparecerá en algún instante, y está asegurada cuando a nuestro proyecto se suman pequeños individuos que casi nunca son como imaginábamos. Es entonces cuando las estructuras se rompen y no queda otra que moverse en las arenas movedizas de la improvisación.
Cada etapa de la crianza encierra preguntas que en su momento resultan trascendentales. Cuando el niño cumple dos años, aparece en el horizonte el momento de ir al colegio, un camino que muchos padres tienen claro. Otros no, y a falta de certezas, existe un alto riesgo de dejarse llevar por la inercia, lo establecido, lo que tantos, incluido uno mismo, dan por supuesto.
Cuando la infancia sólo era para mí un recuerdo borroso, jamás cuestioné que el destino lógico de un niño de tres años fuera el colegio. Conocedora hoy de las intensas jornadas con niños en el parque, empiezo a entender al profesor que un día nos dijo que el logro más importante de la escuela es conseguir que los niños permanezcan sentados cinco horas sin moverse. En sus palabras había una gran dosis de cinismo, pero también mucha realidad. La escolarización es una de las decisiones más importantes que tomamos por nuestros hijos, buen momento para pensar seriamente qué queremos para ellos y abrirnos a nuevas posibilidades. Junto al camino habitual pueden existir otras vías, para nada descabelladas, quién sabe si mejores.