Hace una semana que vivimos en nuestro nuevo piso de alquiler. En el cambio hemos ganado una habitación, un baño, vivir en Madrid a cuatro paradas del parque de El Retiro y tener el trabajo a 10 minutos andando. Por el camino, en cambio, hemos perdido el garaje, el trastero y el ascensor. Cosas nimias en comparación con todos esos recuerdos que se han quedado en nuestra anterior vivienda. Decía Alessandro Baricco en ‘Esta Historia’ que “una habitación de hotel, cuando lo has recogido todo, y detrás de ti sólo queda el desorden, tú desorden, es una huella bellisima, y es una lástima que quienes la lean y la borren sean camareras aburridas, con el corazón en otra parte”. Es una lástima también que todos los recuerdos que hemos dejado nosotros allí, desordenados por las habitaciones, vayan a ser borrados por pintores y limpiadores ajenos a todo lo vivido entre esas paredes durante los últimos 4 años, por profesionales con el corazón en otra parte.
Porque aunque nunca nos gustó el piso ni el barrio, uno de esas nuevas zonas residenciales con muchos parques, pocas sombras y cero vida de calle, han sucedido tantas cosas en los últimos años que inevitablemente siempre vamos a estar ligados a ese lugar. El último día allí, cuando fui a despedirme de las chicas de la panadería, casi entre lágrimas, Eli, la panadera, me dijo que jamás se olvidarían de nosotros, que siempre recordarán y contarán cómo le pedí matrimonio a Diana. Ellas, que fueron parte activa preparándome 23 preciosas galletas, una para cada letra del “¿Quieres casarte conmigo?”. Ellas, único vestigio de barrio en un no barrio de una ciudad dormitorio, que han visto crecer a Mara desde su primer día de vida. Tanto apego les tenía la pequeña que el otro día, al entrar en un horno próximo a nuestro nuevo piso, lo primero que preguntó Maramoto fue que si no estaba Eli allí. Tal cual. Todo esto se quedará entre las paredes de aquel piso.
Como se quedará el día de nuestra boda, nerviosos cómo estábamos, saliendo juntos de casa, en nuestro coche y por la puerta del garaje, rompiendo tradiciones, que de eso se trata, repitiendo ante una concejal el sí quiero que ya nos habíamos dado mucho tiempo antes, cuando Diana me preguntó que si quería ser su chico y yo le respondí aquello de “si vos no me fallás, yo no te voy a fallar nunca”. O el día en que Diana apareció por sorpresa antes del mediodía en casa, nerviosa como nunca la había visto antes, blanca como la pared, para decirme que estaba embarazada, que no había podido aguantar más en el trabajo, que necesitaba compartirlo conmigo. Recuerdo perfectamente su sonrisa, su alegría desbordante, sus nervios y sus miedos. Todo en uno. También su abrazo. Ese momento también se quedará allí para siempre. Como se quedarán las primeras patadas de Mara a la barriga de su mamá; el momento en que decidimos su nombre una mañana de domingo, haciéndonos los remolones en la cama; la llegada a casa tras el parto, llenos de dudas y de temores; las primeras sonrisas, carcajadas, palabras, pasos y rabietas de nuestra pequeña saltamontes. Todo eso se quedará allí.
Esta mañana, a las 7:45, he estado en nuestro piso antiguo. Por última vez. Había quedado con la empresa que tenía que hacernos la revisión a la casa. El check in, lo han llamado. Creo que no tiene sentido, pero así, con ese lenguje de aviones y hoteles ha adquirido más significado si cabe la frase de Baricco. Antes de irme y entregarle las llaves he dedicado unos minutos a cada habitación. Estaban ya vacías, sin aparente rastro de vida, pero aún así he podido ver en cada una de ellas, a modo de croma sobre las paredes blancas llenas de agujeros tapados, algunos de los momentos vividos allí. Buenos y malos. Con Diana, los dos solos, y ya como familia. Y me he dado cuenta de que aunque nunca nos haya gustado el piso ni la zona, allí hemos sido felices. A nuestra manera, sí, pero felices. Han pasado demasiadas cosas bonitas como para no haberlo sido. Después he cerrado la puerta con una extraña sensación de pena, como quien cierra una etapa de su vida y deja atrás momentos que ya nunca volverán. Dentro del piso aún seguía sonando el eco de nuestros recuerdos, como si haciendo ruído y manteniendo viva nuestra presencia pudiesen evitar ser borrados por pintores y limpiadores con el corazón en otra parte.